jueves, 19 de diciembre de 2013

Reflexiones de la existencia utópica IV

Abrir la herida y dejar que vuelva a sangrar definitivamente es una actitud cobarde. Ignorarte tampoco es la respuesta. Hablarle a mi ego y decirle que cierre el pico es una acción gratificante, porque sé que las estupideces que se me vienen a la cabeza después de algún tiempo ya, son sólo residuos de lo que dejamos, cuando vimos el abismo que nos separa hoy todavía, aquel que nunca supimos como sobrepasar. Llego a concluir lo que concluyo todos los días con la almohada: seguiré...seguir es la acción más sensata.


miércoles, 11 de diciembre de 2013

Andate...

A los 15, cuando todavía no podía pasar a mi mundo del revés...me faltaba el espejo. Lewis no me conocía, yo tampoco a él, y por lo tanto, no me lo pudo prestar, tal como lo hizo ahora. (Me pregunto, ya que lo menciono, dónde estará el desgraciado. Me queda muy lejos Inglaterra para ir a por él.) A los 15 escribí este pequeño relato inspirado en el libro (fotito más abajo), tratando de comprender situaciones que a esa edad no entendía, y que entiendo menos a medida que voy creciendo, y que mi mente, sin darme cuenta, se va moldeando estúpidamente con el cuco de la lógica. Parece que algunas cosas no hay que pensarlas demasiado.

Querido Nadie
por  Berlie Doherty



"¿Qué mentiras te habrán dicho para que no termines volándote los sesos?...Tener baja autoestima no significa que tengas que buscar la menara de sentirte superior o mejor que los demás...sino que busquemos entre todos la mejor forma de ser iguales, horizontales, compañeros de caminos y, por sobre todas las cosas, humanos...No fastidies mi mundo con tu hipocresía!"



Andate...
¿Por qué a mí?, ¿eh? ¿Qué mierda hice para merecer esto? Siempre soy la culpable de todo, estoy severamente cansada.
De chiquita mamá me decía “Que destino el tuyo, mi amor...” Mi mamá no me trató nunca de buena manera, menos ahora con lo que tengo. Me comparaba con mi hermano todo el tiempo; en cada cosa que yo hacia, “Tu hermano es mucho más inteligente que vos, a él lo felicitan en todo...” (Callate vieja estúpida), me hubiera gustado gritarle, pero yo a ella la quiero a pesar de que no sienta lo mismo por mí.
¡Que pregunta me hace!, es obvio que a José lo echó y le dijo ese mismo día que nunca volviera. ¿Usted cree que algún día lo vuelva a ver?, yo a él lo amo más que a nada en el mundo, y nunca lo culpé por esto. Cuando me enteré, le dije lo mucho que lo amaba. Él me dijo lo mismo, pero noté miedo en sus palabras.
¿Papá?, sí seguro. Papá me abandonó. Para él yo era la nena de la casa, y siempre que llegaba de la escuela... ¿Qué? No, no señor usted está muy equivocado, a la escuela nunca la pude seguir. Imagínese, las personas que decían ser mis amigas, se empezaron a alejar. Jessy, así le decía yo, porque a ella le gustaba. Ella fue la mejor amiga que tuve, hasta que la madre le prohibió verme, me ayudaba en todo, fue lo único fiel y lo perdí.
Tengo miedo, mucho, estoy muy asustada. Es feo estar sola con algunas cosas que sentís y no tiene sentido decirles a tus padres porque sabes que no van a ayudarte. O peor que lleguen a odiarte, por haberle arruinado la vida y la ilusión que tenían de vos.
Yo nunca quise arruinarle la vida a nadie esa noche, solo pensaba en abrazar a José y sentir su cuerpo como las sábanas cuando uno se va a acostar en pleno invierno, con mucho sueño; sentir su boca darme besitos que me hacían cosquillas y sentir que mi corazón latía cada vez más fuerte con cada caricia que me daba; acariciar su pelo, mirar sus ojos, después apoyar mi cabeza sobre sus hombros y dejarme llevar por el sentimiento.
Doctor, quiero que se vaya. De alguna forma sé que usted puede sacármelo, no tengo mucho tiempo, ya le respondí sus preguntas, mi madre vendrá por mí en cualquier momento. Por favor, no se niegue. Quiero que te vayas. Andate, andate, andateeeee!!!!!!!.


¡Hola Doctor!, Tanto ti... tiem..po, que cambiada que es...toy, ¿vio? Me veo mucho más gorda, ¿no?, diga la verdad. No, no… se ría.
Ayyy!!!!!, me duele doctor. Tengo miedo, prométame que no va…. a pasar nada malo.
AY!, Du.. e.. le.. AYYY!!  Dios, ayu....da...me!!!!!!!!!!!.

¡Hola, ¿doctor?, perdone que lo moleste, es que mi madre salió y la nena no quiere tomar la teta, no sé que tiene, es su horario y está algo incómoda, no para de llorar.
AH, bueno, listo, si, ahora mismo le preparo. Mil gracias doctor, por todo, de corazón se lo digo, muchisimas gracias. Adiós.

domingo, 1 de diciembre de 2013

El Pequeño Bichito de Luz

Una persona necesita viajar por su cuenta, no por medio de historias, imágenes, libros o televisión. Necesita viajar por sí misma, con sus ojos y pies, para poder entender lo que es suyo, para un día plantar sus propios árboles y darles su valor. Conocer el frío para disfrutar el calor y viceversa. Sentir la distancia y el desabrigo para sentirse bien bajo el propio techo. Una persona necesita viajar a lugares que no conoce, para romper con esa arrogancia que nos hace ver el mundo como lo imaginamos, y no simplemente como es o puede ser, que nos hace maestros y maestras de lo que no vimos, cuando tendríamos que ser alumnos y simplemente ir a ver.... ♥


El Pequeño Bichito de Luz
en...
La Despedida de La Oruga



Ese día al Pequeño Bichito le habían dado una noticia en la casa de su amiga la Oruga. Ella, que siempre había sido su compañera de camino y su amiga incondicional, ese día le dijo que partía. La sorpresa rodeó todo su cuerpecito diminuto y una mezcla de sensaciones invadió su corazón. Su amiga la Oruga no estaba bromeando.
- Pero, ¿a dónde te vas? –
- A un lugar muy lejos, Pequeño Bichito. Me voy porque es hora de cambiar. En mi cuerpo siento eso que dicen todas las orugas del mundo que algún día llega. Y no te creas que no esté nada asustada. Tengo mis dudas, el cambio es muy grande. –
- Si, me imagino. – dijo el Bichito. Pero no era cierto. En su cabecita llena de antenas, él no archivaba lo grande que era el cambio de su amiga la Oruga. Aunque ella tampoco estaba muy segura de que exactamente iba a pasar, sabía que se tenía que ir. Del otro lado la estaban esperando y debía volar.
- Me pongo contento por un lado, porque sé que vas a ser feliz. ¿Pero y yo que hago, Oruga? Otra vez solo, aunque la selva tenga muchos insectos y haya muchas orugas, no hay Orugas como vos. –
El Pequeño Bichito no pudo evitar decir lo que sentía con un dejo de desesperanza en la voz. No quería que su amiga la Oruga lo viera llorar, pero de cierta forma sabía que eso le iba a hacer bien. Al fin y al cabo, era una despedida. Un duelo, un adiós a cosas que ellos habían vivido juntos. Esos días de delirios que sólo ellos entendían. Esa conexión que el Bichito no había sentido con ningún otro insecto o animal de la selva, sólo con su amiga la Oruga, se iba a esfumar, y tal vez para siempre.
En ese momento la Oruga se levantó, se retorció un poco y se paró sobre la punta de su cola, quedando tan alta como el Pequeño Bichito. Se acercó y lo abrazó y el Bichito la apretó fuerte con otro abrazo.
- No te preocupes que yo nunca, nunca, nunca me voy a olvidar de nada, nada, nada. Y sino fuera porque crecí un año de mi vida junto con vos, hoy no contaría con el orgullo que siento de poder decir que vivimos tantas cosas hermosas, como algunas feas, pero que luego nos reímos. Nuestros caminos se podrán separar por ahora. Pero la vida es tan misteriosa, Bichito, y eso ya lo aprendimos juntos.-
- Tenés razón, Oruga. Comienza una nueva etapa en tu vida y en la mía también. Además, estoy seguro que algún día nos cruzaremos otra vez, de eso que no quepa duda.-
- ¡Por supuesto! Claro que sí, yo voy a venir volando de vez en cuando. No es para siempre. –
Y no había mucho que decir, además entre ellos las palabras a veces no eran necesarias. Las cosas se sobreentendían, quedaban claras. Y no eran muy fanáticos de las despedidas. Por lo pronto dijeron hasta luego, se abrazaron y una vez más y se dijeron tantas cosas lindas. La Oruga comenzó su viaje, despacito se iba arrastrando pacientemente sobre el suelo fuera de la ciudad de la Selva. El Pequeño Bichito la miró largo rato hasta que la perdió de vista. No era un adiós. Era un hasta luego, lo sentía en su exoesqueleto. Ella, tan hermosa como siempre fue, tan radiante de sonrisas y felicidad. Ella, la queridísima Oruga, comenzó su camino para convertirse en mariposa.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

La comúnmente vida de Juan y Pablo

"Cuando me busquen, no me van a encontrar...y me voy a regocijar en su lamento por haber causado horas interminables de asquerosa incertidumbre, agravada ansiedad y encarnizado dolor. Encuentro al mundo del color de la vagancia, la falta de compromiso, la inhabilidad para la vida. Ya tengo gris las pupilas y pienso terminar con el sufrimiento antes de que se tornen negras."

Esto fue lo que me dijo Pablo el día de ayer, cuando nos cruzamos en la ciudad de Patas para Arriba que está del otro lado del espejo. Desde el dolor por la falta de comprensión de una modernidad en la cuál todavía no sé cómo vivir, les presento la historia de este personaje y su cambio de perspectiva sobre el mundo, después de que le cortaran su otra mitad.

Esperando el colectivo (agradezco al/a la fotógraf@, sea quien sea)


La Comúnmente Vida de Juan y Pablo


I


Juan caminaba por la avenida principal de su ciudad, vasta de los objetos con los que él crecía, no sólo viéndolos pero también observándolos. Juan, él pensaba. Pensaba qué tan común era su nombre; tantas veces repetido en cientos de personas. ¿Pero se sentía Juan un hombre común? ¿Tenía él idea de todo el poder, de toda la energía que poseía? ¿Acaso no se había dado cuenta de lo especial que era, tanto e igualmente como cada ser humano en la tierra? Lo que si era seguro es que la mente de Juan absorbía la realidad de otra manera. Y no justamente porque haya consumido drogas alguna vez, sino porque Juan amaba la vida, era un fanático de vivir, un enfermo de experimentar. Había tantos como Juan ahí afuera, tantas almas sin despertar, dormidas por miedos y enojos. ¿Y qué hacía Juan para no quedarse de brazos cruzados, piernas cruzadas, mente cruzada y hacer algo al respecto de esas almas? Porque no esta de más decir que Juan había nacido para despertar y hacer despertar otras almas. Eso hacía Juan, caminaba por la avenida de su ciudad natal, observando. Por momentos sentía dolor, angustia, desesperación. A veces se sorprendía de percibir alegrías inesperadas, pero tristemente opacadas y oscurecidas por el miedo; el odio generado por un enojo sin parámetros. Y ese día que él caminaba, veía, olía y escudriñaba, Juan encontró a un hombre sentado en la parada del colectivo al otro lado de la calle. El hombre vestía un pantalón de vestir azulado, zapatos negros; tenía un saco colgado en su brazo derecho que mostraba el cansancio de un arduo día de trabajo. Su camisa ya estaba arrugada para la hora del día que era. El hombre se desarreglaba el pelo con la mano, mientras su rostro expresaba la sensación de buscar desestresarse, con las cejas contraídas y los labios entumecidos. Parecía que el hombre pretendiera arrancar sus pensamientos como si fueran pequeñas liendres escondidas en su cuero cabelludo.
 
Juan pensó, largo rato pensó. Pensó que el hombre sin nombre sentado en espera de un colectivo que iba a llegar tarde era no menos que la mismísima representación del capitalismo. Cruelmente, ese hombre lo era. Y lo fue con Juan cuando éste, cegado plácidamente por las ganas de ayudar, se sentó al lado del hombre de traje. A Juan le habían dicho; él había escuchado esa voz que sale siempre de ningún lugar y muere en su mente. Juan, lo tenés que dejar salir. No podía aguantar más esas ganas que le quemaban como el fuego quema la gramilla seca que se ve en los campos en invierno. ¿Qué frenaba a Juan? ¿Qué te frenaba, amor del alma? ¿A qué le tenés miedo? Y sin dudarlo, sin casi saber lo que estaba haciendo pero teniendo en claro que lo estaba disfrutando, Juan abrazó al hombre y lo besó en la mejilla, y luego lo volvió a abrazar, quedándose en ese instante, el tiempo detenido, el aire estancado, la tierra en stop y la energía que pasaba a través de él hacia el hombre. El hombre sorprendió a Juan con su reacción, lo empujó con mucha fuerza contra el extremo opuesto de la garita. El dolor recorrió el cuerpo de Juan, su columna recibió gran parte del impacto, pero él sentía muchas puntadas en su estómago. No entendía muy bien si le habían dado ganas de vomitar o qué. Pero luego se dio cuenta de que había sido el hombre que le había asestado su mejor oferta de golpes en la boca del estómago. ¡Que extraño había sido todo! Se había dado cuenta de qué tan golpeado estaba cuando escuchó al hombre gritar frases con palabras casi ilegibles “…que hijo de…” “Que marica de mier…” “Puto” “¡PUTO!” Así, diciendo barbaridades, el hombre se fue con el paso acelerado.
            Y entonces así Juan vio su destino tal cual era. Su misión en este mundo y el karma que debería curar. Tan clara fue la visión que pretendía tocarla con las manos y agarrar lo que su espíritu percibía, mientras su cuerpo se destruía y su boca se tornaba caliente con sabor a clavos oxidados. Pero no era una época para Juan. No, no lo era. Él debía volver luego, más tarde. Su círculo ya se había cerrado. Pero para volver debía tener otra deuda. ¿Cómo hacía? Los golpes ahora tenían su repertorio físico. ¡Qué incómodos eran! Y allí aparecieron esas personas sin rostros, con capuchas en la cabeza, sin vida, sin identidad. Y a Juan una vez más le habló la voz desde adentro y él entendió. Las lágrimas empezaron a correr inevitablemente bordeando los surcos perfectos que formaban su nariz. Entendió que tenía que dejarla, a ella, sola otra vez, aunque sola físicamente, pero así cerraría su círculo; él lo entendía sin prejuicios, sin remordimientos, sólo así. Las personas se acercaron, frágiles seres humanos de almas corrompidas. Se acercaron y Juan se fue.
 
 
 
II
 
Pablo había salido temprano de su casa esa mañana. Harto de fingir que todo en su vida estaba bien, había decidido no saludar a su mujer con un típico y vacío “buen día” cuando se levantó de la cama. Últimamente, Pablo se sentía como la planta que estaba cerca de la ventana grasienta y sucia de la cocina: ahogado de mugre, con ganas de respirar y sentir como el sol le quemaba la cara. Pero estaba seguro de que ese día iba a ser tal cual a los demás que habían pasado, aburridos, simples, incomprensibles, insípidos. ¿Dónde estaba esa sensación que tenía antes cuando era más joven? Ese sentimiento que le provocaban ganas de salir corriendo avenida abajo, gritando desaforadamente como un enfermo hasta que sus pulmones se quedaran sin aire. Pablo estaba muriendo lentamente con la rutina y no sabía cómo despertar de su coma espiritual. Obviamente, él estaba lejos de sí mismo. Lejos de percibir los mensajes, las voces. Lejos de empezar a considerar una vida más espiritual y menos materialista. Y Pablo también estaba lejos de su casa, esperando el colectivo en la garita 43 con el sol frío de Junio que, según él, se alejaba de la Tierra en invierno para dejar que el manto gris del clima se cuele en la atmósfera. Aunque de verdad el sol sí se estaba alejando y la tarde avanzaba mientras que el otro lado del cielo se cubría de naranja oscuro. Pablo amaba ver esas cosas, amaba tomarse el café en el bar de la esquina viendo como las plantas de afuera crecían a cada segundo. Pero no amaba la vida que tenía, ni su casa, ni a su mujer. ¿Amaba la vida en si? Sí, si la amaba. ¿Pero por qué todas las tardes sus cejas se fruncían como dos líneas en lápiz formando una V? ¿Por qué sus labios, su nariz y todo el resto de su rostro se tensionaban cuando tenía que esperar el maldito colectivo en la 43? El hecho de sólo pensar que tenía que volver a su casa le hacía poner los músculos más duros. ¡Que insoportable era la gente que deambulaba! Parecían moscas girando en torno a un pedazo de estiércol humano. Porque Pablo estaba seguro de que el estiércol humano era el más asqueroso del mundo y por lo tanto el más rico para las moscas podridas.
 
            Un chico que no parecía tener más que veinte años, vestido con una remera blanca con algo escrito que Pablo no alcanzaba a ver, un par de jeans claros y unas zapatillas de lona, caminaba por el borde de la vereda mirando a la gente muy detenidamente. Pablo observaba como el chico caminaba lentamente haciendo jueguitos con los pies sobre el cordón cuneta. Por momentos vio que el muchacho se reía, por momentos ponía la cara más larga de tristeza que hubiese visto jamás, pero se mantenía cerca, yendo y viniendo sobre los mismos tres metros justo enfrente de la garita. Hubo un primer instante en el cual Pablo estuvo a punto de dejar salir una sonrisa y que los músculos de su cara hicieran otro ejercicio más relajante que el de aguantar el enojo, la desilusión y el desasosiego. Pero no fue así, desgraciadamente. La sensación de gracia y ternura que nacieron naturalmente de su vientre se transformaron en bronca y asquerosidad. Luego vinieron los pensamientos, esos que acompañan sus tardes todos los días. Los pensamientos que le restaban ganas de seguir en un mundo tan desequilibrado, tan desesperante, tan fuera de control como él. El chico le pareció entonces un anarquista, un loco fuera de sí, alguien que en una sociedad normal no tenía que estar, o debía estar encerrado. Seguro era drogadicto o tenía tantos problemas que su mente no podía funcionar como la de alguien normal. ¿Cómo iba a poder ese muchacho conseguir un trabajo digno con el que pueda ganar lo suficiente para sustentar a su familia? De repente Pablo sintió una fuerte puntada en su cabeza, el dolor recorrió gran parte de su cerebro y lo obligó a cerrar los ojos e inevitablemente tuvo que dejar de pensar. Llevó su mano al centro de su cabeza y la apoyó un rato allí, pretendiendo arrancarse el dolor de un golpe. Luego abrió los ojos y, para su sorpresa, el muchacho estaba sentado al lado de él en la garita, viéndolo fijamente. Pablo se olvidó de todo lo que estaba pensando, como si aquellos minutos gastados en esos pensamientos nunca hubieran existido. ¿Qué pensaba hacer ese muchacho? Le dio miedo al principio, tanta energía entregada sin prejuicios al mundo lo apabullaba. Pablo se sentía a punto de querer salir corriendo, estaba débil. Y como si su deseo naciera explotando como una represa que por siglos acumulara agua y luego se desparramara por su cuerpo como nieve derretida formando millones de arroyos, Pablo sintió ganas de que lo abrazaran y quería llorar. Obviamente, él eso no se lo iba a permitir, no así, no ahí.
 
            Sin previo aviso y dando a entender que le habían leído la mente, el chico abrazó a Pablo y luego lo besó en la mejilla. ¡Que impresionante es el tiempo que puede llegar a ser tan extenso y tan instantáneo! Al principio Pablo no se movió, no quería moverse. El beso del chico lo reavivó y se repartió entibiando todo su cuerpo como chocolatada caliente en una tarde de invierno. Esas ganas de correr por la calle y gritar habían vuelto. La sensación de que estaba vivo ocupó todo su pecho en cuestión de centésimas. Y así Pablo vivió. Pero cuando sus ojos se enfocaron en cuestión de segundos sobre la gente que estaba alrededor de la garita, Pablo sufrió la desconexión. Y su alma se volvió a guardar. ¿No era su tiempo acaso para despertar? Por lo visto, no. Entonces se levantó bruscamente empujando al muchacho contra el otro extremo de la garita, tan fuerte que el cuerpo delgado de su prójimo golpeó huecamente contra los barrotes azules y negros. Un odio nuevo nació en él, fresco como la energía que había sentido antes. Y cuando el odio invadía el cuerpo de Pablo, él sabía que perdía el control. Era como una droga que se apoderaba de su sangre y por ende de sus músculos. Y así le asestó unos cuantos golpes al chico en su estómago, dejando que el odio saliera. ¿Pero acaso era odio por lo que el chico había hecho? No, era odio a sí mismo, por no haberse permitido dejar disfrutar de ese regalo divino, de ese amor sin prejuicios, sin límites, puro, que le habían ofrecido sin nada a cambio, sólo esperando la satisfacción desmedida y espiritual. Pablo pegó unos cuantos gritos, maldijo unas cuantas veces al chico y se fue, aceleró el paso y lo dejó ahí tirado, viendo como nadie de los que estaban alrededor se acercaba para ayudarlo, mientras lo miraban trotar en dirección contraria a la llegada del colectivo, alejándose, olvidándose, muriéndose otra vez.
 
 
 
III
 
Llegó tarde a su casa ya que había hecho el camino a pié. Su mujer no estaba, eso lo reconfortó; no quería dar explicaciones. ¿Acaso le pensaba contar que se sintió vivo de nuevo cuando un chico unos 10 años más joven que él lo abrazó y lo besó? Cuando lo pensaba sonaba tan ridículo que decidió olvidarlo, archivar el recuerdo en su memoria como una anécdota de supermercado. Y haciendo eso, Pablo sentenció su karma para llevarlo a otra vida, perdiendo la oportunidad de cerrarlo en esta, dejándose recibir amor. Amor. Esa energía divina, incolora, inodora, indolora.
 
            Sentado en el sillón, viendo las noticias, se dio cuenta, se enteró. Y el control remoto cayó al piso. Su mano se quedó insípida a su costado. El estómago parecía cerrarse al igual que su garganta. Agujeros que no podían limpiarse de la tristeza, el dolor, la desesperación. Vio la garita en la pantalla del televisor. El reportero hablaba rápido, pero no necesitó escuchar nada. Una bolsa negra tapaba el cuerpo que estaba ubicado en el lugar exacto donde Pablo lo había dejado cuando salió corriendo. El chico estaba muerto, cuerpo sin vida, materia en su primer paso a la descomposición. ¿Lo maté? Habían sido unas cuantas trompadas pero no lo suficiente como para matarlo. No, él no había sido. Bajó el nivel de subjetivismo y le dio lugar a la realidad objetiva y se puso a escuchar, prestando atención a las palabras de la gente que hablaba a la cámara. Una chica joven, con pelo lacio y desarreglado. Con los ojos hinchados y la cara deformada por el llanto, la bronca, el dolor, la incertidumbre, Pablo la vio hermosa. Era realmente linda. Se paró y subió el volumen. Las palabras de la chica escupían ira y dolor en cada sonido que ella fusionaba para elegir lo que estaba diciendo. “Juan no se merecía esto” decía. El título de la noticia lo explicó todo. Joven asesinado en un intento de robo a mano armada. Pero después de verlo, Pablo no sintió alivio. Y al fin una lágrima salió de su lagrimal, haciendo que una cosquilla rara pero conocida subiera por la nariz hasta los ojos. Y se largó a llorar. La chica en la tele habló con el reportero unas cuantas cosas y luego la cámara se enfocó en el rostro del hombre que hablaba. “La novia asegura que aunque la justicia no haga nada al respecto ella se queda tranquila porque sabe que los asesinos van a pagar lo que han hecho. El chico, Juan, de tan sólo 22 años de edad murió a causa del abuso que esta sociedad está teniendo. ¿A dónde iremos a parar?” Y Pablo pensó, largo rato pensó. Ese chico, Juan (ahora que decía su nombre parecía más cercano, un familiar, un amigo, un hermano) le había dado al mundo, y a él, amor sin limitaciones. Pero a pesar de la tristeza que le hacía escapar bocanadas de suspiros mientras lloraba, Pablo extrañamente comprendía que la muerte de Juan no era un simple hecho que solamente iba a quedar en la memoria de la pantalla de la televisión y en los archivos del noticiero. Juan iba a vivir de ahora en adelante en él, y Pablo iba a llevar su existencia hasta el último día de su vida en la Tierra. Su mente se despertó, al fin, su alma estaba sana de nuevo. Apagó el televisor, agarró su saco las llaves, cerró la puerta y salió decidido a tomar el colectivo, aquel que lo llevaba a la garita 43 donde se encontraba la chica y que lo llevaría a un nuevo comienzo en su vida, la vida que ahora, instantáneamente como puede ser un pensamiento, había cobrado sentido. Las ganas de correr nunca más se irían. Juan nunca más moriría. Y Pablo se uniría a él en uno. Juan y Pablo. Juan Pablo.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Reflexiones de la existencia utópica III

Colapsando mi espíritu, bajo presencias inestables, con corazón casi herido por desilusión inminente...empecemos a recuperar nuestras vidas hoy. Salgamos del desierto desolado que nos quema los pies con su arena seca y ardiente. ¿Nos ves acaso agua clara en el límite del horizonte? Yo pienso ir a buscar la verdad, no me gusta vivir en mentiras inventas por mi propio ser contaminado de estupideces mundanas. Invitado está aquel que quiera acompañarme, no así lo tiene que hacer nadie por obligación. Respiro vida hoy.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Reflexiones de la existencia utópica II

Ahora..cada vez que diga algo con asumida pretensión acerca de los demás, voy a recordar que es algo que debo observar de mí mismo..porque es algo que odio de mí mismo…reflejado en el otro. Entonces, ¿por qué hay cosas que nos parecen bien y otras que nos parecen mal? Porque al juzgar, lo hacemos desde nuestra retina, con la imposibilidad de ver objetivamente. Objetivo es dejar que las cosas sean como son. Sin intentar cambiar nada. Tiempo circular. Nunca existió el principio, no existe el fin. Desatate de las ataduras sociales, los valores morales. Expresión. El alma necesita del arte. La profesión del alma es el arte…en todas sus formas. Aquel que le moleste leer esto es porque, sin lugar a dudas, le molestar ser como es. Porque en lo recóndito de su inmundo cerebro sabe que es así y lo enoja no permitirse disfrutar, vivir, ser….(mejor pudrirse, no?) Enojo…el escudo más absurdo y tóxico que existe. Miedo…no existe el miedo. Lo inventás para ocultarte….para no hacer nada al respecto, para no hacerte cargo de vos mismo…de tus ridículas decisiones. Y no vale arrepentirse y llorar. El arrepentimiento es de hipócritas. Mejor regocíjate en la lección, en el karma, en aprender. En vivir. Vida. Que parecido con la locura y la hermosura. Que hermosa es la vida.


martes, 19 de noviembre de 2013

Con los dedos de la muerte

Se cierran muchas puertas, la mente se abre para no caer en forma de concreto. El camino se ve difícil en el horizonte y no me animo a seguir. Me niego a hacerlo. Me agacho frente a un árbol de copas tupidas y ramas interminables. Lloro. No hay nadie alrededor, pero siento que está ahí, esperando el momento exacto para clavarme su hoz, su horrible hoz. Pero no. Pasa despacio susurrando que se va a llevar a alguien más. Alguien que es muy importante para mí. Con tan pocos años de vida y ya tengo encima el dolor de mil años. Es que por momentos pienso que tengo miles de años. Cansada, busco comodidad, felicidad. Y nada, ni nadie, parecen quedarse por mucho tiempo en mi vida. Nadie decide acompañarme. Doy miedo, lástima. Lo que toco está destinado a sufrir. Nadie me dirige la palabra sin atarse a una gama infinita de sufrimientos. Y mucho menos, nadie me toca el fondo de mi corazón y sale ganando espiritualidad. Mi alma está envenenada. Y para tal veneno, no existe semejante antídoto. 

Ester


domingo, 17 de noviembre de 2013

Reflexiones de la existencia utópica

Sin darte cuenta, y constantemente criticando, te convertís en lo que más odias. Mirás al otro con ojos superiores, con el iris cegado por adjudicada experiencia y sabiduría. Seguí dándole importancia a la edad, a lo vivido, a lo sentido y pensado, pero no estás a salvo de caer en tu propio veneno. No me gustaría verte en soledad absoluta por tus hipocresías, tus infinitas rivalidades, tu afán de campeonato. Ojalá tus ojos se retuerzan y miren hacia adentro, rompiendo las leyes de la física. Ojalá aprecies tu ahora asqueroso interior antes de volver a abrir tu mugrienta boca con caries provocadas por el odio. En la vida somos maestros, pero también estudiantes. Aprendé a elegir responsablemente. Tus males son tuyos y de nadie más. Movete del individualismo contemporáneo; no hay nada peor. No rasguñes la piel de los demás para buscar satisfacer tu inmunda envidia, tus celos destructivos, tu hambrienta oscuridad. El pan fue y será pan. Y se pudrirá algún día bajo tierra, al igual que tu cuerpo sarnoso. No lo estás, no lo estoy, no lo estamos... exentos de envenenarnos. Me animo, animate, animémosnos a mirar, a pensar las letras y sonidos que elegimos para hablar, a observar las acciones de nuestro cuerpo perfecto. El sistema del alma. Expresión. Me animo y decido...Amor.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El Aventón

El fluir de las cosas es impredecible. Al mismo tiempo es incomprensible el desarrollo del sentir humano. No importa cuanta mierda estudies, leas, creas, pienses, sepas, o no sepas, experimentes o imagines. Hoy siempre será el fin de cualquier comienzo, el comienzo de cualquier fin. Un nuevo mundo. Hoy les traigo el nacimiento de un nuevo sentir de este simpático personaje que deambulaba en el limbo del enamoramiento cuando me lo crucé el otro día, en uno de mis recorridos por los infinitos mundos del espejo, y me contó su historia. Espero que la disfruten tanto como lo he hecho yo. 

New World - The Irrepressibles


El Aventón

La melodía, esa fusión de sonidos, ancestrales por cierto, divagaba en el único sostén en todo el universo, su espacio, el aire. Una de las tantas representaciones del amor, del amor puro e infinito, intocable, inalcanzable de entender, se desplazaba en todo el cosmos, para ir a depositarse en el centro de la energía celestial de un joven, que más allá de los prejuicios, las ataduras, lo correcto, más allá de lo que este lector pueda comprender, logró amar.
La melodía penetraba sus oídos de forma placentera, alcanzaba cada nervio auditivo. Cada recoveco de memoria se llenaba de la más hermosa combinación, perfecta en su simetría. Se percibían también sus latidos, los de un corazón expectante, ansioso por irrigar cada milésima del cuerpo con sangre; la sangre, que además le avisaba a cada célula de la situación. Una situación que sólo estuvo en su mente. Una melodía que sólo le hacía recordar. Un amor, sí. Pero un amor no correspondido, perfectamente inequívoco.
Ventura recordaba insaciablemente cada segundo de aquella vez, aquel momento en que sus palabras casi salieron de su boca, pero que contuvo presionadas en su garganta. Una y otra vez las imágenes se repetían en su mente, nítidas como si hubiera sido ayer, incluso mejor. Se negaba a levantar sus párpados por miedo a que todos esos recuerdos se perdieran, se escaparan, como si los ojos fueran las puertas del olvido. Ruidos indistintos tenían la fastidiosa intención de intervenir, de desconcentrarlo, de darle una buena paliza de realidad, de la cuál, Ventura, se asqueaba la mayor parte del tiempo. Sin embargo, sintió cómo el vehículo disminuía la velocidad, y eso era el indicio de que habían llegado a la ciudad. No le quedaron muchas opciones, y debió dejar la imaginación a un lado.
El colectivo estaba atestado de gente, lo cuál era muy común, natural, hasta culturalmente establecido. Los rostros no se observaban los unos a los otros, lo que parecía ser cultural también. Ventura decidió bajar, con los músculos comprimidos en una sola bola de nervios, la cara contraída en la expresión más triste que se haya visto jamás. Pero la melodía seguía sonando en sus oídos, y ahora él sentía los cables, se acomodaba la ropa, la bufanda, el gorro, ponía sus manos en los bolsillos del abrigo y le daba ritmo a su cansino caminar. No deseaba más que llegar a casa, su casa, y sentirse acogido por la sensación de hogar que ese lugar le producía. Y así poder imaginar una vez más, porque era uno de esos días, cuando el pasado revivía en su presente, en el tiempo lineal, el tiempo inventado por el hombre.

“- Ya, uf, ya. Acá está bien. –
- Uf! Dame unos minutos… para…respirar. –
- ¿Tan poco aguate tenés? Si fueron un par de cuadras. –
- Ay, es que…uf…es que hace mil años que no…corría así. ¿Nos vieron? ¿Viene alguien? –
- No, no hay nadie. –
- Ay, juro que no me escapo más del colegio. –
- ¡Ja ja! Es tu primera vez y ya arrugás. No, sos increíble. –
- Bueno, euh, no me gusta. –
- Y dale, ¿qué me ibas a decir? –
- ¿Eh? ¿Ahora? –
- Y sí, ya tanto misterio, dale. –
- ¿Pero no íbamos a comprar? Vayamos a comprar primero. –“

El porqué murió en el mismo instante en que Ventura decidió callar. La razón mató todo tipo de sentimiento. Toda especie de gratitud se vio aplastada por el miedo, y no había otro momento igual, nunca lo hubo, no en esta vida por lo menos.
El camino parecía perderse bajo los instintos de la creatividad, de las imágenes que se proyectaban. No parecía ver nada, no se escuchaba un alma, tampoco su propio corazón latir. Probablemente, el frío se había apoderado de esas sensaciones negativas, de esa tristeza tan profundamente inexorable, y las habría congelado en su estómago, mientras que nada más parecía tener sentido. El vacío.
La bocina se hizo cada vez más fuerte, y por un momento, Ventura pensó que se trataba otra vez de su imaginación. Un automóvil paró un poco más adelante de él, y una ruidosa pero simpática bocina salía con intervalos y rebotaba en el aire espeso del invierno.
- ¡Hey, Ventura! – un hombre sacó su cabeza de la ventanilla, y con una mano extendida y una amplia sonrisa, saludaba a Ventura, señalando que se acercara.
- ¿Belarmino? –
- Sí, hombre, soy yo. ¡Vamos, subite! –
Puertas del olvido o no, Ventura no podía creer lo que entraba por sus ojos. Y mientras buscaba respuestas a la imposibilidad de que él estuviera a simples dos pasos, después de tantos años, otro recuerdo invadió su mente.

“- ¿Maximiliano? –
- Presente. –
- ¿Octavio?
- Presente. –
- ¿Belarmino? –
- Aquí, señor. Presente. –
- ¿Ventura? –
- Presente. –
- ¿Ventura? ¿está Ventura? –
- Sí, señor. Dije presente. –
- No se le escucha, Ventura, ¿por qué no habla un poco más alto? Saque voz de hombre, carajo. –
- Ja ja ja ja –
- Hey, Ventura, ¿vas a sacar voz de hombre en el juego? –
- Ventura, agarrala bien, eh, mirá que está bien dura. –
- Hey hey, mariquita, si vas a jugar mal, no juegues porque te rompo el culo a patadas, ¿entendiste? –
- No te molestes, Octavio, ya lo tiene roto. –
- Ja ja ja ja –
- Hey, chicos, no lo molesten. –
- Buena, Belarmino, ¿qué te pasa? –
- No lo molestes, ya fue, dejalo. –
- Bue…¿ahora sos defensor de putos? –
- Quedás afuera, Octavio, hoy no jugás. –
- ¡HEY! ¿Quién te da el derecho? –
- Belarmino es el capitán, idiota, comportate o vamos a quedar todos afuera. –
- Sr. Belarmino, forme su equipo, por favor. ¿A quién elije primero? –
- A Ventura, señor. –
- ¿A Ventura? Pero mire que es para todo el año, eh. –
- Sí, señor, ya sé. –“


Era él, diez años sin verlo, y era él. Ventura se acercó al auto. La puerta se abrió y el se metió, intentando que su parpadeo fuera lento.

- No te lo puedo creer, el pequeño Ventura. Mirá a dónde nos venimos a ver, en plena calle. –
- Sí, que loco, ¿no? Justo yo me… - su sonrisa, esa sonrisa que lo petrificaba cada vez que la veía, volvió a hacerlo, aunque esta vez pareció haber usado todo su poder, porque Ventura casi se quedó sin palabras.
- Tanto tiempo, hermano, dame un abrazo. – los brazos rodearon su cuello, sus hombros. El perfume de su piel, en diez años, seguía siendo el mismo, el mismo que aquel otro día, el mejor que Ventura había vivido.

“- Hey, que buen partido, muchachos. –
- Grande, Belarmino, sos un capo jugando. –
- El equipo lo es todo, muchachos. –
- Vamos, Belarmino, te invitamos a tomar unas cervezas con nosotros para festejar. –
- No, chicos, gracias, paso. Tengo clases de inglés con Ventura. –
- Uh, te estás juntando mucho con ese marica, Belarmino, te vas a hacer puto. –
- Ja ja ja ja. –
- Hey, no digan eso. Dejen de molestarlo. ¡Chau! Los veo en el colegio. ¿Vamos, Ventura?
- Eh, sí, supongo. ¿Teníamos una clase? –
- Je. Perdón, la verdad, no. Aunque, ¿no te molestaría explicarme algo? –
- No, obvio. –
- Perfecto, vamos a mi casa. ¿Me llevás en tu bici? –
- Eh, si, claro. –
- Más rápido, ¿podés? –
- Sí, pero, ¿vas bien? –
- Genial, sos un genio, Ventura. –“

¿Cómo era posible? En diez mugrosos años, Ventura nunca se imaginó que pensaría en Belarmino en una tarde de invierno, de un día feriado, sin gente en la calle, con los colores del mundo en escala de grises. El color gris que hacía música. Y ese mismo día, Belarmino paraba su auto, le decía que subiera, lo saludó, y sobretodo, lo abrazó.

- Mirate vos, que loca la vida. ¿Cómo estás? Contame, che, ¿qué andabas haciendo por acá tan lejos? –
- Vivo acá, hace ya casi siete años. ¿Qué hacés vos acá? – Ventura no lo pudo evitar, aunque había sonado un poco ruda la pregunta, simplemente una sonrisa dejó escapar todo. La bocanada de aire que estaba presionando los pulmones de Ventura salió en esa mezcla de expresiones que dejó atónito a Belarmino.
- Bueno, a mí también me da gusto verte. –
- Ay, no, a mí también. Perdón, es que me sorprendiste, de verdad. Hace tanto que no te veo y justo venía…tenía la cabeza en otra. Pero, contame vos, ¿qué hacés acá? ¿Cómo estás? ¿No te habías ido a Europa? –
- Ja ja. Vos siempre el mismo, eh, Ventura. Bien, sí, estaba allá, pero me volví. Mirá, está hermosura me hizo volver. – Y Belarmino extendió una pequeña fotografía que sacó de su billetera, y entonces, la ternura invadió el corazón de Ventura. Una niña se veía en la imagen detenida en el tiempo lineal. Pequeña, la muchachita se abrazaba a los hombros de su papá, y abría la boca para mostrarle sus dientes a la cámara.
- Oh, pero si es preciosa. –
- Sí, lo es. Decidí volverme después de que nació. Mi novia se lo tenía bien guardado para que yo pudiera viajar tranquilo. –
- Es ella, ¿no? La misma que en el secundario. –
- Sí, ella. ¿Y vos, Ventura, andás de novio? –
- ¿Eh? No, je je, yo…hace un par de meses ya. –
- Sos un buen pibe, vos Ventura, buscate alguien que te quiera, de verdad. –
- Oh, sí, gracias. –
- ¿Para dónde ibas? –
- A mi casa. –
- Te llevo. Indicame. –
- Si, es por acá. Seguí derecho. –
Ventura simplemente dejaba que aquellas energías que conspiraron para que eso pasara, guiaran el momento, ese momento que creyó que nunca pasaría, el momento en que Belarmino entrara a su casa. Luego de que pasara por la puerta, Ventura observó a Belarmino con más atención, mientras se decidía a preparar unos mates. Alto, vestía un camperón que cubría su amplio tórax. Su pelo parecía más arreglado de la última vez que lo vio, allá lejos en el secundario.
- Que linda casa, Ventura, ¿vivís solo? –
- Sí, hace un par de años ya. –
- Mira vos. ¿Y de que estás trabajando? No, ya sé, no me digas. Das clases de inglés. –
- Sí, acertaste. ¿Mate? –
- Pero como no, gracias. –
- ¿Vos, qué estás haciendo? –
- Ahora agarro las temporadas de la fruta en verano. Mientras sigo con las clases de folklore. Haberme perfeccionado en Europa me sirvió un montón. Es muy linda la gente allá. Viste que dicen que son fríos, mala onda. Yo no encontré ninguno así. La verdad que extraño estar allá a veces. Algún día llevaré a mi hija. –
- Que bueno escuchar eso. Sí, Europa es uno de mis sueños. –
- Que nunca se te quite la idea de ir, vas a ver que vas a viajar. Cuando lo hagas avisame y te paso contactos de gente re piola dónde te podés quedar y que te van a dar una mano.-
- Genial, gracias. Te voy a avisar entonces. –

Después de un buen rato de recordar buenos tiempos, entre risas y anécdotas inolvidables, Belarmino decidió partir.
- Bueno, Ventura, me tengo que ir. Me están esperando. Debo pasar a buscar a mi hija a la casa de su tía. -
- Bueno, gracias por alcanzarme hasta casa, supongo. –
- No hay de que, seguro nos vemos de nuevo. –
Ventura sabía que ese instante llegaría tarde o temprano, en el tiempo lineal creado por el hombre. Belarmino lo volvió a abrazar, y esta vez por un buen rato.
- Que bueno haberte visto otra vez, Ventura. –
- Sí, lo mismo digo. - ¿Habrá querido decirle algo más? Belarmino sostuvo a Ventura del hombro y con una sonrisa, esa sonrisa, lo miró por un momento, y Ventura le sostuvo la mirada. Luego abrió la puerta, se subió al auto, y se fue, dejando en el aire la bocina que seguía rebotando, la nueva melodía a los oídos del enamorado.
Luego de cerrar la puerta, Ventura camino hasta la habitación y se dejó caer en la cama. La vida era tan impredecible, tan alocada. El curso del tiempo, los sentimientos, el amor. Los recuerdos, la memoria, la imaginación.

Se escuchó la puerta. Alguien la golpeaba. Ventura saltó de la cama, saliendo a medias del trance. Abrió la puerta, sin preguntar quién era, no le importó. Belarmino estaba parado con un brazo apoyado en el umbral.
- Ah, Belarmino, pensé que…-
- Diez años pasaron, Ventura, diez, y todavía estoy esperando que me digas lo que prometiste decirme aquella vez. – Las expresiones en el rostro de Belarmino denotaban seriedad, no estaba jugando.
- Yo…no entiendo. –
- Ya estamos un poco grandes para esto, ¿no te parece? Me citaste ese día en la casa de tu amiga, fui, no estabas. Nos escapamos del colegio, fuimos a comprar a la panadería y nunca me lo dijiste. Bueno, me parece que ahora… -
- Te amo. – La frase se escapó de la boca de Ventura. Una frase que había sido contenida por más de diez años, una frase que encerraba mucho más de lo que una simple mente humana pueda entender, y sin embargo, simplemente se escapó, aprovechando la oportunidad.
Tiesos por un instante, uno parado en el umbral, el otro sosteniendo la puerta. El aire y el tiempo parecían haberse congelado.
Entonces, Belarmino avanzó, obligando a Ventura a retroceder unos pasos, luego cerró la puerta, y Ventura escuchó la vuelta de la llave, mientras no le quitaba los ojos de encima, de sus ojos.
Belarmino agarró a Ventura por detrás de cuello, y sin previo aviso, llevó sus labios por encima de los de él. Movimiento de las mandíbulas y los hombres se empezaron a besar, aunque ninguno de los dos sabía muy bien lo que estaba haciendo. Belarmino sostuvo a Ventura de su cintura, le quitó el camperón, se quito el suyo. Con intervalos y caricias, sin decirse una sola palabra (ya nadie las necesitaba, las expresiones y las acciones se encargaban de comunicar sus sentimientos), fueron quitándose la ropa hasta llegar a la habitación. Luego, en la cama. Uno encima del otro. Con besos, más caricias, Ventura cerró los ojos, y se dejó llevar. Ya nada, diez años no eran nada. El tiempo es infinito, circular. El tiempo vive en la memoria.

El despertador se encargó de avisar que había empezado un nuevo día. Ventura se despertó y se encontró desnudo, pero solo. Antes de hacer cualquier otra cosa, cerró sus ojos para ver si la imagen era verdad. Parecía que recién había sucedido, pero Belarmino no estaba ahí, ni rastros de él. La hora indicaba que llegaba tarde al trabajo. Ya el tiempo volvía a ser lineal. Se vistió y preparo sus cosas en cuestión de minutos. Y voló a su lugar de trabajo. Allí estuvo casi toda la mañana, yendo y viniendo de aula en aula. Entró en el aula de quinto grado, los pequeños hacían barullo mientras inventaban juegos y salían de la realidad usando su mejor herramienta, su imaginación.
- Silencio, chicos. Silent, please. Voy a tomar asistencia. –
- ¿Octavia? –
- Presente. –
- ¿Valeria? –
- Presente, teacher. –
- ¿Mauro? –
- Presente. –
- ¿Luz? –
Y ahí estaba. Idéntica a la de la imagen. La misma sonrisa, los mismos rizos oscuros. La hija de Belarmino estuvo en su clase desde principio de año. La parte mecánica de su mente seguía con las funciones de su rol, pero gran parte de su concentración se había borrado, y podía pensar en una sola cosa: la llegada de los padres cuando venían por sus hijos. Parecía que no pasaba más el tiempo maldito, hasta que la campana sonó indicando la despedida y finalización del día escolar.
Ventura arregló todo los trámites, ordenó el aula, y salió afuera con su maletín y sus zapatos oscuros. No había señales de Belarmino, pero sí divisó a la pequeña cerca de él.
- ¡Luz! – alguien gritó. La voz salió de un auto. Sí, el mismo auto, pero de la ventanilla salió una mujer, pelo oscuro, sin portar ninguna sonrisa. La nena se volvió para cruzar la calle e ir hasta el auto. Ventura la sostuvo del hombro.
- Te acompaño, Luz, no cruces sola. – Se acercaron al auto y Ventura le abrió la puerta a la niña.
- Hola, señora, mucho gusto. Soy el maestro de Luz. Sentí el impulso de acompañarla a cruzar. –
- Hola, oh, disculpe. Muchas gracias. Es un placer conocerlo. Usted es Ventura, ¿no? – Ahora se veía una sonrisa, esplendida, con ojos brillantes que la acompañaban. La mujer sin duda era muy hermosa.
- Sí, mami, él es el amigo de papá. – la niña, mirando a ambos, le informó a la madre de su conocimiento.
- Sí, hija, ya sé. Mi marido siempre habla de usted, señor Ventura, parece que fueron buenos amigos en el secundario, ¿no es así? –
- Sí, por supuesto, los mejores. –
- Justamente ayer me dijo que usted lo esperaba en la parada del colectivo. Me puse tan contenta. ¿Se pudieron encontrar? Mire que esta es una ciudad grande. Por cierto, ¿cómo hicieron para encontrarse? –
Ventura estaba confundido.
- La tecnología de hoy en día, vio, como facilita las cosas a veces. –
- Ay, si, ni me lo diga. Bueno, que alegría. Que bueno que se reencuentren luego de tanto tiempo. –
- La verdad que sí. –
- Bueno, debo irme, es un placer conocerlo. –
- El gusto es mío.  –

Diez años ya. Belarmino estuvo diez años enamorado. Ventura estuvo otros diez. ¿Qué eran diez años? Nada. Simplemente la imaginación, simplemente la memoria.


Fin. 

viernes, 8 de noviembre de 2013

El miembro

Y de la mano de algunas técnicas minimalistas, el morbo de las mujeres asesinas se hace presente en mi reino del revés. Disfruten de las mentes retorcidas de algunos de los personajes más psicóticos que se atrevieron a atravesar el espejo. Y tengan mucho cuidado, queridos habitantes del reino, porque Ester sigue viva.


El miembro

Nada. Ni una lágrima. Entramos todos por las puertas del cementerio. El sepelio. La gente me mira, pero no me importan sus miradas. No tengo miedo. Los hombres de guantes blancos y trajes grises, con pelos cortos y sin expresiones en los rostros, dejan el cajón sobre las barras de hierro, justo delante de la puerta de nuestro nicho. Lo pagué todo yo; pero la plata tampoco me importa. Todavía no podía encontrar mi sentir. ¿Qué me pasaba? ¿Acaso mi alma murió junto con la de él? Mi consciencia había quedado devastada, había sido ultrajada. Mi hermana en cambio grita, se cae de rodillas, llora, vuelve a gritar. El negro no me sienta bien. Nunca me gustó. Pero a él si le queda bien. Y, aunque parezca sádico pensarlo, su figura tiene cierto atractivo dentro del cajón. Por momentos imagino verlo sonreír, pero sólo me traiciono a mí misma, queriendo apaciguar la culpa. Ya está muerto y en el fondo sé que tengo que lidiar con esta nueva realidad. Veinte años juntos. Pensaba a veces que fue mucho tiempo. O no. Me queda mucho de vida. Recuerdo cuando nos conocimos. Tan simple se acercó a mí con sus alpargatas y su bombacha. Ese sombrero de gaucho hacía que su masculinidad brotara en su mirada y penetrara la mía. Fue la mirada de mi juventud, tan inocente, tan femenina. Mis trenzas, hechas por mi hermana, danzaban junto con mis caderas y marcaban ese paso de chinita. Y el calor de enero empezó a mojar mi cuerpo con el sudor del alcohol.
- ¿Baila señorita? – dijo.
- Pero como no, buen hombre. – respondí.
 Bailé con él. Chocábamos los brazos en cada “ADENTRO” y yo me regocijaba en el pensamiento pervertido de imaginarme sus brazos sosteniendo mi cuerpo desde la cintura, mientra penetraba mi cuerpo, acostado en mi cama. Ver como sus músculos se contraían a través de esa camisa, que conservé durante tantos años después. Y sí. Terminamos esa noche haciendo el amor por primera vez. Si tan sólo me hubiese dado cuenta ese mismo día.
Luego se dio varias veces el encuentro. Aunque no tardamos mucho en casarnos. Las épocas cambiaban. Los soles ya no eran los mismos; tampoco lo fue la luna. Y yo me quedé, estancada como la roca en el río, en el pavimento de estrellas de esa noche. La noche que tendría que haber sido una sola. Aunque luego se repitió. Se vino a vivir a mi casa y mi madre nunca nos dejó dormir juntos. Era un buen trabajador. El campo siempre estaba en condiciones y, con el tiempo, ya todo estaba a cargo de él. Sin un suegro del que preocuparse, y con la suegra vieja y demacrada por la soledad de la viudez, los comerciantes iban a transar con él. Nosotras ayudábamos. En la cocina me especializaba yo. Mi hermana ordeñaba las vacas, alimentaba las gallinas, aseaba los caballos y mantenía el orden de la casa. Pero a mí no me tocaba la cocina. Pocas veces entraba. Y una de las veces, nos vio. Él a veces no aguataba hasta la noche, cuando nos íbamos a dormir. Y entonces entraba en la cocina. Yo miraba sus ojos. Verdes. Un gaucho con ojos verdes. Y él sonreía. Y se tocaba. Se marcaba su pantalón. Estaba excitado, se notaba. Y, aunque no quisiera, sabía lo que debía hacer. Dejé de cortar la verdura. Se acercó y con su mano en mi cuello me inclinó sobre la mesada. Me penetró. Apurado. Su respiración se agitaba. Doblé entonces mi cuello. Y la vi. A mi hermana. Medio escondida detrás de la puerta corrediza. Él no la vio. Acabó, se abrochó los pantalones y se fue.

- Oh, querida mía. Él ya está en un lugar mejor. Y desde allí te va a cuidar.- una mujer, no sé quién es, le dice a mi hermana, mientras ella llora desconsoladamente sobre el cajón. Están a punto de cerrarlo. No lo voy a ver nunca más. Ni siquiera ese pensamiento tan triste puede hacerme llorar. Me obligo. Debo llorar. La señora ridícula me mira. Hija de puta. Ya sé quién es. La basura esta mató a mamá con tantas malas vibras que traía a la casa cada vez que iba a por el té. Porque en Europa se tomaba té. Puta. Ella tendría que morir también. Mamá murió de tristeza con su enfermedad por culpa de esta vaca enferma.
Un día me animé a entrar en la habitación de mi hermana. Me resultó raro ver que aún dormía sola. Después de tantos años y siendo tan hermosa. Cuando mamá murió, con él nos mudamos a su habitación para poder hacer el amor como corresponde, sin que mi hermana nos espiara. Su habitación, en cambio, me recordaba a una niña. Alguien virgen. No inocente, pero virgen. Ella me vio por la ventaba que daba al establo. Y corrió. Parecía que la iban a carnear.
- ¿Qué haces en mi habitación? – gritaba – salí de ahí, yegua mal cogida.
- ¡Qué gritás! Cabra mal parida. Cerrá un poco el pico y dejá de rumiar, vaca enferma. – exploté – ¿acaso querés despertar a mama de entre los muertos?
- No te metás en mi cosas. Es MI habitación. –
- Hacé lo que quieras – y me fui.
Algo raro percibí en su actitud. Algo ocultaba la muy hija de puta. Esperé hasta la noche cuando ella se iba a hacer el lavado atrás y él se metía a bañarse. Revisé todo, hasta debajo del colchón. Y encontré algo que parecían cartas, declaraciones, descripciones de cuán amplio y eterno era su amor. Las cartas no estaban fechadas, tampoco firmadas, y no reconocí la letra. Pero eran miles de ellas dentro de una caja aplastadas por el peso de su cuerpo. Fui una tonta. Seguramente, era el hijo menor del vecino que había aparecido varias veces a llevarse leche y ella siempre lo atendía. ¿Cómo podía imaginar que mi propia hermana iba a estar acostándose con él? ¿Tocándole, besándolo? Su miembro. Que grande era. Me habían surgido ganas de sentirlo entre mis piernas metiéndose. Encaré entonces a la ducha que había fuera de la casa. Escuchaba el agua correr. Ya me sentía desnuda a su lado. Empapada con sus besos. Pero al acercarme, escuché algo más que el agua. Continuo, un golpe seco contra la chapa. Algo estaba siendo martillado. Me acerqué un poco más. Algo no andaba bien. La voz de mi hermana. El martilleo se hacía cada vez más rápido, y más rápido. Y mi hermana parecía llorar, parecía quejarse de dolor. Y entonces fue cuando lo escuché. Lo que escuchaba todas las noches. Lo mismo que habría escuchado mi hermana el día que nos espió en la cocina. Su gemido al acabar. Aunque esta vez no me dio placer. Mi mente se bloqueó. Retrocedí hasta la casa. Me sentía violada, invadida. Quise gritar, pero mi garganta estaba tan cerrada que, de tanta presión, terminé vomitando. No podía volver a la habitación. La cocina. Mi lugar. Allí me quedé hasta al otro día. Él siempre era el primero en levantarse.
- Ester, ¿qué hace ahí? – me preguntó - ¿ya está listo el desayuno? Hoy parece que va a ser el día de sus sueños. Le voy a comprar de esas cocinas nuevas, ¿vio? Las que escuchó su hermana en la radio. Va a poder hacer lo que quiera. –
Yo sin responder, seguía en el piso. Acurrucada entre las puertas donde guardaba mis ollas.
- Vamos, Ester, levántese. ¡Hágame le desayuno, hombre! –
Me levanté, abrí el cajón, saqué el cuchillo de la carne. Me acerqué.
- Te amo, Francisco – Y se lo enterré en el vientre. Luego por debajo del rostro, arrancándole algunos dientes y cortando su cuello. Cuando él intentó protegerse, corté su mano. Cayó con un grito y un golpe seco. Su gorro, ese gorro que lo hacía tan varonil, voló un momento por el aire estático de la mañana y luego se quedó en el suelo.

- Ester, preciosa, me imagino como te debés sentir. Mi más sentido pésame. – y la vieja me toca el hombro con su mano regordeta y con olor a perfume barato. Inmunda.
- Estoy bien, gracias. – le dije sin mirarla a la cara.
- ¿Cómo hiciste cuando lo encontraste tirado en tu cocina? Pobrecilla. Ese maldito de Julián. ¡Que chico enfermo! – y se voltea para mirar a mi vecino y a su hijo, el más joven, el que tenía problemas, a quien se le caía la baba todos los días, con esos ojos raros que le hacían parecer que venía de otro país, o de otro planeta. Mi hermana me mira por primera vez desde que miró mi rostro cuando lo encontró muerto en la cocina. Nunca voy a olvidar esa mirada. Y Julián estaba en la puerta, esperando la leche. Pero, en cambio, yo le di el cuchillo y lo sostuvo un rato largo, lo suficiente para que mi hermana lo viera.
- Mi papá no me deja usar esto – dijo con esa voz ronca, boba, insoportable.
El padre de Julián llora. Nunca he visto a un hombre llorar tanto. Él si me provocó algo de tristeza, aunque no la suficiente como para largarme a llorar. Sigo sin llorar. Cierran el cajón. El último grito desgarrador de mi hermana.

Abro la puerta de casa. Desde lejos veo la cocina. Mi cocina. Limpia. ¿Quién la habrá limpiado? Mi hermana sigue sin hablarme. Sube la escalera y se para en la puerta de mi habitación.
- Veni, quiero que me expliques algo. – Me dice. No sé que hacer. En fin. Subo. Abre la puerta y entra. Luego, entro yo. Y no creo lo que veo. Ahora sí se mojan mis ojos y me llevo las manos a la cara. Mi habitación se ve tan rara: rosadas las paredes, la cama individual cubierta con una manta con dibujos. Todas mis cartas están esparcidas por el suelo.
- ¿Qué es todo esto, hija de puta? ¿EH? ¡EXPLICAME, ZORRA! –
- Te dije que no entraras a mi habitación. ¡NUNCA! – y le agarro los pelos, la zamarreo y la empujo contra la pared.  

Me golpea contra la pared y me arranca algunos pelos. Me pregunto por qué lo hizo. Ese día que la vi dejando que Julián la penetrara en la cocina supe que algo andaba mal con ella. La forma en que miraba a Francisco. Le dije a Doña María que a veces me daba miedo. Doña María sabe, por mi mamá, que Ester nunca fue del todo normal. Ya no sé a quién creerle. Mi amado Fran, oh, lo extraño tanto.
Entonces la veo buscar algo debajo del suelo de madera. Está arrancando las tablas, sus manos le sangran.
- Ester, ¿qué hacés? Por Dios, ¿podés parar? – le dije.
- ¡ES MÍO…MÍO…MÍO! – empezó a gritar. Y me quedé estupefacta. Saca un frasco de debajo de las maderas. Huele a formol. Y yo empiezo a gritar. Horrorizada. Estoy completamente horrorizada.
- ¡Su miembro es mío, zorra ensangrentada, es mío!


Fin

martes, 5 de noviembre de 2013

Las flores y Horacio

Las flores y Horacio

Horacio Quiroga 1897

Noviembre se vino con todo. Las energías están cambiando, ya se sienten en el clima. Empezaron a aparecer bichos en casa: las arañas ya hacen su presencia casi diabólica, pero tan inocente e insignificante a la vez. ¿Sabían ustedes que las pobrecitas nos tienen más miedo a nosotros que lo que nosotros le podemos llegar a temer a ellas? Nosotros y nosotras. Pero no voy a decir que es más común de las mujeres temerles a las arañas, y que ninguna mujer que este leyendo esto piense de esa forma, por favor. Los hombres también les tienen miedo a los bichos de muchos ojos y muchas patas, y pelos, bien peludos, y que aparenten lo contrario es otra cuestión. Ahora, yo me pregunto por qué la escena de Aracnofobia de los años 90, donde la mujer grita en la bañera, alguien no puso a un hombre. Decime la verdad, ¿hubieras sentido terror? Eeeeen fin. Como decía, el clima cambia y le da la bienvenida al calor, la calor. Ese fenónemo, freeky de aquellos, que hace que nuestro cuerpo tenga reacciones raras, freekies. Justo el otro día estaba mirando nuevamente el espejo que me prestó Lewis. Hacía calor, los rayos del sol reflejaban directo sobre el vidrio. Los pájaros se posaban en el borde del paredón que da a mi ventana y modelaban, mostraban sus plumas grises y marrones, algunas negras. Uno un poco más atrevido abrió sus alas y brincaba al ritmo de sus propios silbidos. Seguramente encontró su lado narcisista. Pero para desgracia de los pájaros, nada podía reflejarse en el espejo, porque, como recordarán, ese espejo no muestra la realidad, sino mi reino, el que esta de cabeza. Y sintiendo simpatía por los emplumados pensé qué extraordinario sería que atraviesen a mi reino. ¿Acaso vivirán felices? Seguro que sí. A no ser que se encuentren con Horacio Quiroga.

Me acerqué al espejo mientras intentaba despojarme de las vicisitudes de la realidad y antes de pasar a través de él, comencé a distinguir muchos colores. A medida que se iba enfocando todo (parecía la técnica del compañero Van Gogh) visualicé un campo de flores. ¡Qué hermosas! No estaban corrompidas. Sé que todo poeta empedernido de amor amaría ver un campo como el que yo vi ese día. La armonía de colores era sublime. Las formas no eran definitivamente de esta dimensión, la que está de este lado del espejo, la realidad, esa del nombre feo. Y de repente, como si alguien lo colocara después de haberle dado cuerdas, el mismísimo Horacio Silvestre Quiroga Forteza parecía correr y danzar entre las flores. Vestía un traje marrón, gastado por el tiempo. Los pantalones le quedaban cortos, unos cuantos centímetros por encima de los talones. Su pelo estaba revuelto, y no alcancé a ver la expresión de su rostro, pero puedo asegurarles que estaría desenfocada de felicidad.

- Don Horacio – le llamé – ¿qué hace ahí? Acaso no estará buscando una gallina para degollar, ¿no? – Se dio la vuelta. Por un momento pensé que desaparecería, pero se quedó mirándome, y en unos cuantos segundos, empezó a mover sus manos, llamándome.

- Venga, hombre. ¿Pues no es este su humilde lugar? –
- Mi humilde reino – le corregí – Bueno, ahí voy. (Para los que me conocen, quiero decirles que no tardé tres horas en llegar, me crucé ahí mismo)

Cada vez que entro a mi reino es como un sueño en el cuál puedo hacer lo que quiera con mi imaginación, o por lo menos eso creo. Entonces me miré de arriba hacia abajo y vi que tenía el mismo traje que Horacio, del mismo color. Tuve el leve instinto de tocar mi cabeza.
- ¿A dónde se fueron mis rulos? – exclamé sin dirigirme a nadie en particular. Pero visto y considerando que el único ser humano presente era Horacio, me respondió casi por respeto al acto comunicativo.
- Se los están comiendo las flores. Yo les avisé que lo hicieran. –
Y no pude creer lo que estaba entrando por mi retina. Las flores estaban rodeadas de rulos de un color negro bien oscuro, el que heredé de mi madre. Las muy hijas de puta se balanceaban con movimientos peristálticos, como si tragaran. Horacio presentaba una actitud indiferente.
- Pero… - y vuelvo a tocar mi cabeza. Sentí pelo, no estaba pelado. Fue entonce cuando me surgieron ganas de verme, cuando me surgió el narcisismo como aquel pájaro ridículo allá afuera del espejo.
- No se puede andar con rulos así como así por la vida. ¿Qué se piensa, usted, buen hombre? – sentenció Horacio
- Me sorprende, Don Horacio. Creí que usted no era así – le dije, con un dejo de decepción en las ultimas palabras.
- ¿Así cómo? ¿A qué se refiere? –
- No, nada. Ya no importa. Dígame, Señor Quiroga, ¿dónde puedo verme? ¿Tiene usted un espejo, por esas casualidades de la vida? –
- Y ahora usted está siendo ridículo, señor del nombre bíblico. Estamos dentro de uno. ¿Acaso lo ha olvidado? ¿Cómo se puede tener un espejo dentro de otro? –
- Es verdad. Tal vez podríamos preguntarle a Lewis. Él seguro que sabe algo al respecto. Pero no creo que ande por acá, ¿no? –
- Se fue a Inglaterra la semana pasada – dijo Horacio, mientras miraba su reloj. – Acompáñeme, hay un lago aquí cerca en el cuál usted podrá observarse a sí mismo, pero solamente por fuera. –
Fuimos caminando unos pasos hacia una pequeña empinada, más abajo y en cuestión de segundos pude ver el lago. Bajamos trotando hasta la orilla. Al dar el último paso, trastabillé y me caí. En ese instante sucedieron dos cosas: primero me di cuenta recién ahí que no llevaba mis lentes; luego, no pude evitar escuchar a Horacio reírse a carcajadas. Me levanté y lo miré de mala gana, pero tenía ganas de reírme también. Horacio entonces me pidió disculpas e intentó tranquilizarse. Sacó un peine del interior del saco, se acercó al lago, se miró y se arregló el pelo. Me detuve un momento a observarlo. Algo había cambiado en él. El traje ya le quedaba bien, y ahora estaba peinado. Eso era. Estaba más joven. Muy buen mozo, me atrevo a decir.
- Vamos, acérquese al lago, hágase amigo de él. – me dijo sonriendo. Me miré en el lago y tan pronto pude distinguir el reflejo, no me quedó otra opción que gritar. No era mi reflejo.
- Pero…ay la re con…. – las palabras apenas querían salir de mi boca, ya que pronto sentí que no era mi boca, no eran mis palabras.
- Don Horacio – me dijo Horacio. – Acaso usted no querrá degollar a una gallina, ¿no? Y la sonrisa no se le quitaba de la cara. Pero no era una sonrisa maléfica, no disfrutaba de mi desesperación. En cambio, lo sentí como la sonrisa de un padre ante la imagen de un hijo que está a punto de aprender una de las lecciones más importantes de su vida. Entonces, Horacio sacó un pedazo de papel amarillento y viejo, dejaba escamas en las yemas de los dedos, escamas de árbol.
- Lea, por favor – me dijo, acercándome el papel - yo sé que a usted le gusta leer. – Claramente que sí, habiéndome transformado en usted mismo, queridísimo Horacio, como no iba a saber lo que me gusta y lo que no.

Esto fue lo que leí:
“Decálogo del perfecto cuentista.

Horacio Quiroga

I

Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

II

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia

IV

Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V

No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI

Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII

Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX

No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

FIN”

Al terminar, me quedé algunos minutos reflexionando. Allí estaba yo, tan joven, aunque me sentía tan viejo, tratando de transformarme en otra persona, queriendo ser más de lo que soy. A medida que iba entendiendo el mensaje del maestro, mi ropa y mi pelo comenzaron a desintegrarse. Las flores chirriaban hambrientas de cambio en mis pies. Mis ojos soltaron alguna que otra lágrima. El cambio inevitable se produjo al comprender.

- Nunca se olvide de quién es usted, señor del nombre bíblico. –
- Mi nombre es Aarón, Don Horacio, con doble A –
- Muy bien, amigo mío –


Los pájaros vuelven a posarse en el paredón que da a mi ventana.