Abrir la herida y dejar que vuelva a sangrar definitivamente es una actitud cobarde. Ignorarte tampoco es la respuesta. Hablarle a mi ego y decirle que cierre el pico es una acción gratificante, porque sé que las estupideces que se me vienen a la cabeza después de algún tiempo ya, son sólo residuos de lo que dejamos, cuando vimos el abismo que nos separa hoy todavía, aquel que nunca supimos como sobrepasar. Llego a concluir lo que concluyo todos los días con la almohada: seguiré...seguir es la acción más sensata.
Sigo buscando, para seguir aprendiendo, y así no encontrar nada, pero llevarme un montón.
jueves, 19 de diciembre de 2013
miércoles, 11 de diciembre de 2013
Andate...
A los 15, cuando todavía no podía pasar a mi mundo del revés...me faltaba el espejo. Lewis no me conocía, yo tampoco a él, y por lo tanto, no me lo pudo prestar, tal como lo hizo ahora. (Me pregunto, ya que lo menciono, dónde estará el desgraciado. Me queda muy lejos Inglaterra para ir a por él.) A los 15 escribí este pequeño relato inspirado en el libro (fotito más abajo), tratando de comprender situaciones que a esa edad no entendía, y que entiendo menos a medida que voy creciendo, y que mi mente, sin darme cuenta, se va moldeando estúpidamente con el cuco de la lógica. Parece que algunas cosas no hay que pensarlas demasiado.
Querido Nadie por Berlie Doherty |
"¿Qué mentiras te habrán dicho para que no termines volándote
los sesos?...Tener baja autoestima no significa que tengas que buscar la menara
de sentirte superior o mejor que los demás...sino que busquemos entre todos la
mejor forma de ser iguales, horizontales, compañeros de caminos y, por sobre
todas las cosas, humanos...No fastidies mi mundo con tu hipocresía!"
Andate...
¿Por qué a mí?, ¿eh? ¿Qué mierda hice para
merecer esto? Siempre soy la culpable de todo, estoy severamente cansada.
De chiquita mamá me decía “Que destino el
tuyo, mi amor...” Mi mamá no me trató nunca de buena manera, menos ahora con lo
que tengo. Me comparaba con mi hermano todo el tiempo; en cada cosa que yo
hacia, “Tu hermano es mucho más inteligente que vos, a él lo felicitan en
todo...” (Callate vieja estúpida), me hubiera gustado gritarle, pero yo a ella
la quiero a pesar de que no sienta lo mismo por mí.
¡Que pregunta me hace!, es obvio que a José
lo echó y le dijo ese mismo día que nunca volviera. ¿Usted cree que algún día
lo vuelva a ver?, yo a él lo amo más que a nada en el mundo, y nunca lo culpé
por esto. Cuando me enteré, le dije lo mucho que lo amaba. Él me dijo lo mismo,
pero noté miedo en sus palabras.
¿Papá?, sí seguro. Papá me abandonó. Para
él yo era la nena de la casa, y siempre que llegaba de la escuela... ¿Qué? No,
no señor usted está muy equivocado, a la escuela nunca la pude seguir.
Imagínese, las personas que decían ser mis amigas, se empezaron a alejar.
Jessy, así le decía yo, porque a ella le gustaba. Ella fue la mejor amiga que
tuve, hasta que la madre le prohibió verme, me ayudaba en todo, fue lo único
fiel y lo perdí.
Tengo miedo, mucho, estoy muy asustada. Es
feo estar sola con algunas cosas que sentís y no tiene sentido decirles a tus
padres porque sabes que no van a ayudarte. O peor que lleguen a odiarte, por
haberle arruinado la vida y la ilusión que tenían de vos.
Yo nunca quise arruinarle la vida a nadie
esa noche, solo pensaba en abrazar a José y sentir su cuerpo como las sábanas
cuando uno se va a acostar en pleno invierno, con mucho sueño; sentir su boca
darme besitos que me hacían cosquillas y sentir que mi corazón latía cada vez
más fuerte con cada caricia que me daba; acariciar su pelo, mirar sus ojos,
después apoyar mi cabeza sobre sus hombros y dejarme llevar por el sentimiento.
Doctor, quiero que se vaya. De alguna forma
sé que usted puede sacármelo, no tengo mucho tiempo, ya le respondí sus
preguntas, mi madre vendrá por mí en cualquier momento. Por favor, no se
niegue. Quiero que te vayas. Andate, andate, andateeeee!!!!!!!.
¡Hola Doctor!, Tanto ti... tiem..po, que
cambiada que es...toy, ¿vio? Me veo mucho más gorda, ¿no?, diga la verdad. No,
no… se ría.
Ayyy!!!!!, me duele doctor. Tengo miedo,
prométame que no va…. a pasar nada malo.
AY!, Du.. e.. le.. AYYY!! Dios, ayu....da...me!!!!!!!!!!!.
¡Hola, ¿doctor?, perdone que lo moleste, es
que mi madre salió y la nena no quiere tomar la teta, no sé que tiene, es su
horario y está algo incómoda, no para de llorar.
AH, bueno, listo, si, ahora mismo le
preparo. Mil gracias doctor, por todo, de corazón se lo digo, muchisimas
gracias. Adiós.
domingo, 1 de diciembre de 2013
El Pequeño Bichito de Luz
Una persona necesita viajar por su cuenta, no por
medio de historias, imágenes, libros o televisión. Necesita viajar por sí misma,
con sus ojos y pies, para poder entender lo que es suyo, para un día plantar
sus propios árboles y darles su valor. Conocer el frío para disfrutar el calor
y viceversa. Sentir la distancia y el desabrigo para sentirse bien bajo el
propio techo. Una persona necesita viajar a lugares que no conoce, para romper
con esa arrogancia que nos hace ver el mundo como lo imaginamos, y no
simplemente como es o puede ser, que nos hace maestros y maestras de lo que no
vimos, cuando tendríamos que ser alumnos y simplemente ir a ver.... ♥
El Pequeño Bichito de Luz
en...
Ese día al Pequeño Bichito le habían dado una noticia
en la casa de su amiga la Oruga. Ella ,
que siempre había sido su compañera de camino y su amiga incondicional, ese día
le dijo que partía. La sorpresa rodeó todo su cuerpecito diminuto y una mezcla
de sensaciones invadió su corazón. Su amiga la Oruga no estaba bromeando.
- Pero, ¿a dónde te vas? –
- A un lugar muy lejos, Pequeño Bichito. Me voy porque
es hora de cambiar. En mi cuerpo siento eso que dicen todas las orugas del
mundo que algún día llega. Y no te creas que no esté nada asustada. Tengo mis
dudas, el cambio es muy grande. –
- Si, me imagino. – dijo el Bichito. Pero no era
cierto. En su cabecita llena de antenas, él no archivaba lo grande que era el
cambio de su amiga la Oruga. Aunque
ella tampoco estaba muy segura de que exactamente iba a pasar, sabía que se
tenía que ir. Del otro lado la estaban esperando y debía volar.
- Me pongo contento por un lado, porque sé que vas a
ser feliz. ¿Pero y yo que hago, Oruga? Otra vez solo, aunque la selva tenga
muchos insectos y haya muchas orugas, no hay Orugas como vos. –
El Pequeño Bichito no pudo evitar decir lo que sentía
con un dejo de desesperanza en la voz. No quería que su amiga la Oruga lo viera llorar, pero
de cierta forma sabía que eso le iba a hacer bien. Al fin y al cabo, era una
despedida. Un duelo, un adiós a cosas que ellos habían vivido juntos. Esos días
de delirios que sólo ellos entendían. Esa conexión que el Bichito no había
sentido con ningún otro insecto o animal de la selva, sólo con su amiga la Oruga , se iba a esfumar, y
tal vez para siempre.
En ese momento la Oruga se levantó, se retorció un poco y se paró
sobre la punta de su cola, quedando tan alta como el Pequeño Bichito. Se acercó
y lo abrazó y el Bichito la apretó fuerte con otro abrazo.
- No te preocupes que yo nunca, nunca, nunca me voy a
olvidar de nada, nada, nada. Y sino fuera porque crecí un año de mi vida junto
con vos, hoy no contaría con el orgullo que siento de poder decir que vivimos
tantas cosas hermosas, como algunas feas, pero que luego nos reímos. Nuestros
caminos se podrán separar por ahora. Pero la vida es tan misteriosa, Bichito, y
eso ya lo aprendimos juntos.-
- Tenés razón, Oruga. Comienza una nueva etapa en tu
vida y en la mía también. Además, estoy seguro que algún día nos cruzaremos
otra vez, de eso que no quepa duda.-
- ¡Por supuesto! Claro que sí, yo voy a venir volando
de vez en cuando. No es para siempre. –
Y no había mucho que decir, además entre ellos las
palabras a veces no eran necesarias. Las cosas se sobreentendían, quedaban
claras. Y no eran muy fanáticos de las despedidas. Por lo pronto dijeron hasta
luego, se abrazaron y una vez más y se dijeron tantas cosas lindas. La Oruga comenzó su viaje,
despacito se iba arrastrando pacientemente sobre el suelo fuera de la ciudad de
la Selva. El
Pequeño Bichito la miró largo rato hasta que la perdió de vista. No era un
adiós. Era un hasta luego, lo sentía en su exoesqueleto. Ella, tan hermosa como
siempre fue, tan radiante de sonrisas y felicidad. Ella, la queridísima Oruga,
comenzó su camino para convertirse en mariposa.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
La comúnmente vida de Juan y Pablo
"Cuando me busquen, no me van a encontrar...y me voy
a regocijar en su lamento por haber causado horas interminables de asquerosa
incertidumbre, agravada ansiedad y encarnizado dolor. Encuentro al mundo del
color de la vagancia, la falta de compromiso, la inhabilidad para la vida. Ya
tengo gris las pupilas y pienso terminar con el sufrimiento antes de que se
tornen negras."
Esto fue lo que me dijo Pablo el día de ayer, cuando nos cruzamos en la ciudad de Patas para Arriba que está del otro lado del espejo. Desde el dolor por la falta de comprensión de una modernidad en la cuál todavía no sé cómo vivir, les presento la historia de este personaje y su cambio de perspectiva sobre el mundo, después de que le cortaran su otra mitad.
La Comúnmente Vida de Juan y Pablo
Esto fue lo que me dijo Pablo el día de ayer, cuando nos cruzamos en la ciudad de Patas para Arriba que está del otro lado del espejo. Desde el dolor por la falta de comprensión de una modernidad en la cuál todavía no sé cómo vivir, les presento la historia de este personaje y su cambio de perspectiva sobre el mundo, después de que le cortaran su otra mitad.
Esperando el colectivo (agradezco al/a la fotógraf@, sea quien sea) |
I
Juan caminaba por la avenida principal de su ciudad,
vasta de los objetos con los que él crecía, no sólo viéndolos pero también
observándolos. Juan, él pensaba. Pensaba qué tan común era su nombre; tantas
veces repetido en cientos de personas. ¿Pero se sentía Juan un hombre común?
¿Tenía él idea de todo el poder, de toda la energía que poseía? ¿Acaso no se
había dado cuenta de lo especial que era, tanto e igualmente como cada ser
humano en la tierra? Lo que si era seguro es que la mente de Juan absorbía la
realidad de otra manera. Y no justamente porque haya consumido drogas alguna
vez, sino porque Juan amaba la vida, era un fanático de vivir, un enfermo de
experimentar. Había tantos como Juan ahí afuera, tantas almas sin despertar,
dormidas por miedos y enojos. ¿Y qué hacía Juan para no quedarse de brazos
cruzados, piernas cruzadas, mente cruzada y hacer algo al respecto de esas
almas? Porque no esta de más decir que Juan había nacido para despertar y hacer
despertar otras almas. Eso hacía Juan, caminaba por la avenida de su ciudad
natal, observando. Por momentos sentía dolor, angustia, desesperación. A veces
se sorprendía de percibir alegrías inesperadas, pero tristemente opacadas y
oscurecidas por el miedo; el odio generado por un enojo sin parámetros. Y ese
día que él caminaba, veía, olía y escudriñaba, Juan encontró a un hombre
sentado en la parada del colectivo al otro lado de la calle. El hombre vestía
un pantalón de vestir azulado, zapatos negros; tenía un saco colgado en su
brazo derecho que mostraba el cansancio de un arduo día de trabajo. Su camisa
ya estaba arrugada para la hora del día que era. El hombre se desarreglaba el
pelo con la mano, mientras su rostro expresaba la sensación de buscar
desestresarse, con las cejas contraídas y los labios entumecidos. Parecía que
el hombre pretendiera arrancar sus pensamientos como si fueran pequeñas
liendres escondidas en su cuero cabelludo.
Juan pensó, largo rato pensó. Pensó que el hombre
sin nombre sentado en espera de un colectivo que iba a llegar tarde era no
menos que la mismísima representación del capitalismo. Cruelmente, ese hombre
lo era. Y lo fue con Juan cuando éste, cegado plácidamente por las ganas de
ayudar, se sentó al lado del hombre de traje. A Juan le habían dicho; él había
escuchado esa voz que sale siempre de ningún lugar y muere en su mente. Juan,
lo tenés que dejar salir. No podía aguantar más esas ganas que le quemaban como
el fuego quema la gramilla seca que se ve en los campos en invierno. ¿Qué frenaba
a Juan? ¿Qué te frenaba, amor del alma? ¿A qué le tenés miedo? Y sin dudarlo,
sin casi saber lo que estaba haciendo pero teniendo en claro que lo estaba
disfrutando, Juan abrazó al hombre y lo besó en la mejilla, y luego lo volvió a
abrazar, quedándose en ese instante, el tiempo detenido, el aire estancado, la
tierra en stop y la energía que pasaba a través de él hacia el hombre. El
hombre sorprendió a Juan con su reacción, lo empujó con mucha fuerza contra el
extremo opuesto de la garita. El dolor recorrió el cuerpo de Juan, su columna
recibió gran parte del impacto, pero él sentía muchas puntadas en su estómago.
No entendía muy bien si le habían dado ganas de vomitar o qué. Pero luego se
dio cuenta de que había sido el hombre que le había asestado su mejor oferta de
golpes en la boca del estómago. ¡Que extraño había sido todo! Se había dado
cuenta de qué tan golpeado estaba cuando escuchó al hombre gritar frases con
palabras casi ilegibles “…que hijo de…” “Que marica de mier…” “Puto” “¡PUTO!”
Así, diciendo barbaridades, el hombre se fue con el paso acelerado.
Y entonces así Juan vio su destino
tal cual era. Su misión en este mundo y el karma que debería curar. Tan clara
fue la visión que pretendía tocarla con las manos y agarrar lo que su espíritu
percibía, mientras su cuerpo se destruía y su boca se tornaba caliente con
sabor a clavos oxidados. Pero no era una época para Juan. No, no lo era. Él
debía volver luego, más tarde. Su círculo ya se había cerrado. Pero para volver
debía tener otra deuda. ¿Cómo hacía? Los golpes ahora tenían su repertorio
físico. ¡Qué incómodos eran! Y allí aparecieron esas personas sin rostros, con
capuchas en la cabeza, sin vida, sin identidad. Y a Juan una vez más le habló
la voz desde adentro y él entendió. Las lágrimas empezaron a correr
inevitablemente bordeando los surcos perfectos que formaban su nariz. Entendió
que tenía que dejarla, a ella, sola otra vez, aunque sola físicamente, pero así
cerraría su círculo; él lo entendía sin prejuicios, sin remordimientos, sólo
así. Las personas se acercaron, frágiles seres humanos de almas corrompidas. Se
acercaron y Juan se fue.
II
Pablo había salido temprano de su casa esa mañana.
Harto de fingir que todo en su vida estaba bien, había decidido no saludar a su
mujer con un típico y vacío “buen día” cuando se levantó de la cama.
Últimamente, Pablo se sentía como la planta que estaba cerca de la ventana
grasienta y sucia de la cocina: ahogado de mugre, con ganas de respirar y
sentir como el sol le quemaba la cara. Pero estaba seguro de que ese día iba a
ser tal cual a los demás que habían pasado, aburridos, simples,
incomprensibles, insípidos. ¿Dónde estaba esa sensación que tenía antes cuando
era más joven? Ese sentimiento que le provocaban ganas de salir corriendo
avenida abajo, gritando desaforadamente como un enfermo hasta que sus pulmones
se quedaran sin aire. Pablo estaba muriendo lentamente con la rutina y no sabía
cómo despertar de su coma espiritual. Obviamente, él estaba lejos de sí mismo. Lejos
de percibir los mensajes, las voces. Lejos de empezar a considerar una vida más
espiritual y menos materialista. Y Pablo también estaba lejos de su casa,
esperando el colectivo en la garita 43 con el sol frío de Junio que, según él,
se alejaba de la Tierra
en invierno para dejar que el manto gris del clima se cuele en la atmósfera.
Aunque de verdad el sol sí se estaba alejando y la tarde avanzaba mientras que
el otro lado del cielo se cubría de naranja oscuro. Pablo amaba ver esas cosas,
amaba tomarse el café en el bar de la esquina viendo como las plantas de afuera
crecían a cada segundo. Pero no amaba la vida que tenía, ni su casa, ni a su
mujer. ¿Amaba la vida en si? Sí, si la amaba. ¿Pero por qué todas las tardes
sus cejas se fruncían como dos líneas en lápiz formando una V? ¿Por qué sus
labios, su nariz y todo el resto de su rostro se tensionaban cuando tenía que
esperar el maldito colectivo en la 43? El hecho de sólo pensar que tenía que
volver a su casa le hacía poner los músculos más duros. ¡Que insoportable era la
gente que deambulaba! Parecían moscas girando en torno a un pedazo de estiércol
humano. Porque Pablo estaba seguro de que el estiércol humano era el más
asqueroso del mundo y por lo tanto el más rico para las moscas podridas.
Un chico que no parecía tener más
que veinte años, vestido con una remera blanca con algo escrito que Pablo no
alcanzaba a ver, un par de jeans claros y unas zapatillas de lona, caminaba por
el borde de la vereda mirando a la gente muy detenidamente. Pablo observaba
como el chico caminaba lentamente haciendo jueguitos con los pies sobre el
cordón cuneta. Por momentos vio que el muchacho se reía, por momentos ponía la
cara más larga de tristeza que hubiese visto jamás, pero se mantenía cerca, yendo
y viniendo sobre los mismos tres metros justo enfrente de la garita. Hubo un
primer instante en el cual Pablo estuvo a punto de dejar salir una sonrisa y
que los músculos de su cara hicieran otro ejercicio más relajante que el de
aguantar el enojo, la desilusión y el desasosiego. Pero no fue así, desgraciadamente.
La sensación de gracia y ternura que nacieron naturalmente de su vientre se
transformaron en bronca y asquerosidad. Luego vinieron los pensamientos, esos
que acompañan sus tardes todos los días. Los pensamientos que le restaban ganas
de seguir en un mundo tan desequilibrado, tan desesperante, tan fuera de
control como él. El chico le pareció entonces un anarquista, un loco fuera de
sí, alguien que en una sociedad normal no tenía que estar, o debía estar
encerrado. Seguro era drogadicto o tenía tantos problemas que su mente no podía
funcionar como la de alguien normal. ¿Cómo iba a poder ese muchacho conseguir
un trabajo digno con el que pueda ganar lo suficiente para sustentar a su
familia? De repente Pablo sintió una fuerte puntada en su cabeza, el dolor
recorrió gran parte de su cerebro y lo obligó a cerrar los ojos e
inevitablemente tuvo que dejar de pensar. Llevó su mano al centro de su cabeza
y la apoyó un rato allí, pretendiendo arrancarse el dolor de un golpe. Luego
abrió los ojos y, para su sorpresa, el muchacho estaba sentado al lado de él en
la garita, viéndolo fijamente. Pablo se olvidó de todo lo que estaba pensando,
como si aquellos minutos gastados en esos pensamientos nunca hubieran existido.
¿Qué pensaba hacer ese muchacho? Le dio miedo al principio, tanta energía
entregada sin prejuicios al mundo lo apabullaba. Pablo se sentía a punto de
querer salir corriendo, estaba débil. Y como si su deseo naciera explotando
como una represa que por siglos acumulara agua y luego se desparramara por su
cuerpo como nieve derretida formando millones de arroyos, Pablo sintió ganas de
que lo abrazaran y quería llorar. Obviamente, él eso no se lo iba a permitir,
no así, no ahí.
Sin previo aviso y dando a entender
que le habían leído la mente, el chico abrazó a Pablo y luego lo besó en la
mejilla. ¡Que impresionante es el tiempo que puede llegar a ser tan extenso y
tan instantáneo! Al principio Pablo no se movió, no quería moverse. El beso del
chico lo reavivó y se repartió entibiando todo su cuerpo como chocolatada
caliente en una tarde de invierno. Esas ganas de correr por la calle y gritar
habían vuelto. La sensación de que estaba vivo ocupó todo su pecho en cuestión
de centésimas. Y así Pablo vivió. Pero cuando sus ojos se enfocaron en cuestión
de segundos sobre la gente que estaba alrededor de la garita, Pablo sufrió la
desconexión. Y su alma se volvió a guardar. ¿No era su tiempo acaso para
despertar? Por lo visto, no. Entonces se levantó bruscamente empujando al
muchacho contra el otro extremo de la garita, tan fuerte que el cuerpo delgado
de su prójimo golpeó huecamente contra los barrotes azules y negros. Un odio
nuevo nació en él, fresco como la energía que había sentido antes. Y cuando el
odio invadía el cuerpo de Pablo, él sabía que perdía el control. Era como una
droga que se apoderaba de su sangre y por ende de sus músculos. Y así le asestó
unos cuantos golpes al chico en su estómago, dejando que el odio saliera. ¿Pero
acaso era odio por lo que el chico había hecho? No, era odio a sí mismo, por no
haberse permitido dejar disfrutar de ese regalo divino, de ese amor sin
prejuicios, sin límites, puro, que le habían ofrecido sin nada a cambio, sólo
esperando la satisfacción desmedida y espiritual. Pablo pegó unos cuantos
gritos, maldijo unas cuantas veces al chico y se fue, aceleró el paso y lo dejó
ahí tirado, viendo como nadie de los que estaban alrededor se acercaba para
ayudarlo, mientras lo miraban trotar en dirección contraria a la llegada del
colectivo, alejándose, olvidándose, muriéndose otra vez.
III
Llegó tarde a su casa ya que había hecho el camino a
pié. Su mujer no estaba, eso lo reconfortó; no quería dar explicaciones. ¿Acaso
le pensaba contar que se sintió vivo de nuevo cuando un chico unos 10 años más
joven que él lo abrazó y lo besó? Cuando lo pensaba sonaba tan ridículo que
decidió olvidarlo, archivar el recuerdo en su memoria como una anécdota de
supermercado. Y haciendo eso, Pablo sentenció su karma para llevarlo a otra
vida, perdiendo la oportunidad de cerrarlo en esta, dejándose recibir amor.
Amor. Esa energía divina, incolora, inodora, indolora.
Sentado en el sillón, viendo las
noticias, se dio cuenta, se enteró. Y el control remoto cayó al piso. Su mano
se quedó insípida a su costado. El estómago parecía cerrarse al igual que su
garganta. Agujeros que no podían limpiarse de la tristeza, el dolor, la
desesperación. Vio la garita en la pantalla del televisor. El reportero hablaba
rápido, pero no necesitó escuchar nada. Una bolsa negra tapaba el cuerpo que
estaba ubicado en el lugar exacto donde Pablo lo había dejado cuando salió
corriendo. El chico estaba muerto, cuerpo sin vida, materia en su primer paso a
la descomposición. ¿Lo maté? Habían sido unas cuantas trompadas pero no lo
suficiente como para matarlo. No, él no había sido. Bajó el nivel de
subjetivismo y le dio lugar a la realidad objetiva y se puso a escuchar,
prestando atención a las palabras de la gente que hablaba a la cámara. Una
chica joven, con pelo lacio y desarreglado. Con los ojos hinchados y la cara deformada
por el llanto, la bronca, el dolor, la incertidumbre, Pablo la vio hermosa. Era
realmente linda. Se paró y subió el volumen. Las palabras de la chica escupían
ira y dolor en cada sonido que ella fusionaba para elegir lo que estaba
diciendo. “Juan no se merecía esto” decía. El título de la noticia lo explicó
todo. Joven asesinado en un intento de robo a mano armada. Pero después de
verlo, Pablo no sintió alivio. Y al fin una lágrima salió de su lagrimal,
haciendo que una cosquilla rara pero conocida subiera por la nariz hasta los
ojos. Y se largó a llorar. La chica en la tele habló con el reportero unas
cuantas cosas y luego la cámara se enfocó en el rostro del hombre que hablaba.
“La novia asegura que aunque la justicia no haga nada al respecto ella se queda
tranquila porque sabe que los asesinos van a pagar lo que han hecho. El chico,
Juan, de tan sólo 22 años de edad murió a causa del abuso que esta sociedad
está teniendo. ¿A dónde iremos a parar?” Y Pablo pensó, largo rato pensó. Ese
chico, Juan (ahora que decía su nombre parecía más cercano, un familiar, un
amigo, un hermano) le había dado al mundo, y a él, amor sin limitaciones. Pero
a pesar de la tristeza que le hacía escapar bocanadas de suspiros mientras
lloraba, Pablo extrañamente comprendía que la muerte de Juan no era un simple
hecho que solamente iba a quedar en la memoria de la pantalla de la televisión
y en los archivos del noticiero. Juan iba a vivir de ahora en adelante en él, y
Pablo iba a llevar su existencia hasta el último día de su vida en la Tierra. Su mente se despertó,
al fin, su alma estaba sana de nuevo. Apagó el televisor, agarró su saco las
llaves, cerró la puerta y salió decidido a tomar el colectivo, aquel que lo
llevaba a la garita 43 donde se encontraba la chica y que lo llevaría a un
nuevo comienzo en su vida, la vida que ahora, instantáneamente como puede ser
un pensamiento, había cobrado sentido. Las ganas de correr nunca más se irían.
Juan nunca más moriría. Y Pablo se uniría a él en uno. Juan y Pablo. Juan
Pablo.
domingo, 24 de noviembre de 2013
Reflexiones de la existencia utópica III
Colapsando mi espíritu, bajo presencias inestables, con
corazón casi herido por desilusión inminente...empecemos a recuperar nuestras
vidas hoy. Salgamos del desierto desolado que nos quema los pies con su arena
seca y ardiente. ¿Nos ves acaso agua clara en el límite del horizonte? Yo
pienso ir a buscar la verdad, no me gusta vivir en mentiras inventas por mi
propio ser contaminado de estupideces mundanas. Invitado está aquel que quiera
acompañarme, no así lo tiene que hacer nadie por obligación. Respiro vida hoy.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
Reflexiones de la existencia utópica II
Ahora..cada vez que diga algo con asumida pretensión acerca
de los demás, voy a recordar que es algo que debo observar de mí mismo..porque
es algo que odio de mí mismo…reflejado en el otro. Entonces, ¿por qué hay cosas
que nos parecen bien y otras que nos parecen mal? Porque al juzgar, lo hacemos
desde nuestra retina, con la imposibilidad de ver objetivamente. Objetivo es
dejar que las cosas sean como son. Sin intentar cambiar nada. Tiempo circular.
Nunca existió el principio, no existe el fin. Desatate de las ataduras
sociales, los valores morales. Expresión. El alma necesita del arte. La
profesión del alma es el arte…en todas sus formas. Aquel que le moleste leer
esto es porque, sin lugar a dudas, le molestar ser como es. Porque en lo
recóndito de su inmundo cerebro sabe que es así y lo enoja no permitirse
disfrutar, vivir, ser….(mejor pudrirse, no?) Enojo…el escudo más absurdo y
tóxico que existe. Miedo…no existe el miedo. Lo inventás para ocultarte….para
no hacer nada al respecto, para no hacerte cargo de vos mismo…de tus ridículas
decisiones. Y no vale arrepentirse y llorar. El arrepentimiento es de
hipócritas. Mejor regocíjate en la lección, en el karma, en aprender. En vivir.
Vida. Que parecido con la locura y la hermosura. Que hermosa es la vida.
martes, 19 de noviembre de 2013
Con los dedos de la muerte
Se cierran muchas puertas, la mente se abre para no caer en
forma de concreto. El camino se ve difícil en el horizonte y no me animo a
seguir. Me niego a hacerlo. Me agacho frente a un árbol de copas tupidas y
ramas interminables. Lloro. No hay nadie alrededor, pero siento que está ahí,
esperando el momento exacto para clavarme su hoz, su horrible hoz. Pero no.
Pasa despacio susurrando que se va a llevar a alguien más. Alguien que es muy
importante para mí. Con tan pocos años de vida y ya tengo encima el dolor de
mil años. Es que por momentos pienso que tengo miles de años. Cansada, busco
comodidad, felicidad. Y nada, ni nadie, parecen quedarse por mucho tiempo en mi
vida. Nadie decide acompañarme. Doy miedo, lástima. Lo que toco está destinado
a sufrir. Nadie me dirige la palabra sin atarse a una gama infinita de sufrimientos.
Y mucho menos, nadie me toca el fondo de mi corazón y sale ganando
espiritualidad. Mi alma está envenenada. Y para tal veneno, no existe semejante
antídoto.
Ester
domingo, 17 de noviembre de 2013
Reflexiones de la existencia utópica
Sin darte cuenta, y constantemente criticando, te convertís
en lo que más odias. Mirás al otro con ojos superiores, con el iris cegado por
adjudicada experiencia y sabiduría. Seguí dándole importancia a la edad, a lo
vivido, a lo sentido y pensado, pero no estás a salvo de caer en tu propio
veneno. No me gustaría verte en soledad absoluta por tus hipocresías, tus
infinitas rivalidades, tu afán de campeonato. Ojalá tus ojos se retuerzan y
miren hacia adentro, rompiendo las leyes de la física. Ojalá aprecies tu ahora
asqueroso interior antes de volver a abrir tu mugrienta boca con caries
provocadas por el odio. En la vida somos maestros, pero también estudiantes.
Aprendé a elegir responsablemente. Tus males son tuyos y de nadie más. Movete
del individualismo contemporáneo; no hay nada peor. No rasguñes la piel de los
demás para buscar satisfacer tu inmunda envidia, tus celos destructivos, tu
hambrienta oscuridad. El pan fue y será pan. Y se pudrirá algún día bajo
tierra, al igual que tu cuerpo sarnoso. No lo estás, no lo estoy, no lo
estamos... exentos de envenenarnos. Me animo, animate, animémosnos a mirar, a
pensar las letras y sonidos que elegimos para hablar, a observar las acciones
de nuestro cuerpo perfecto. El sistema del alma. Expresión. Me animo y
decido...Amor.
domingo, 10 de noviembre de 2013
El Aventón
El fluir de las cosas es impredecible. Al mismo tiempo es incomprensible el desarrollo del sentir humano. No importa cuanta mierda estudies, leas, creas, pienses, sepas, o no sepas, experimentes o imagines. Hoy siempre será el fin de cualquier comienzo, el comienzo de cualquier fin. Un nuevo mundo. Hoy les traigo el nacimiento de un nuevo sentir de este simpático personaje que deambulaba en el limbo del enamoramiento cuando me lo crucé el otro día, en uno de mis recorridos por los infinitos mundos del espejo, y me contó su historia. Espero que la disfruten tanto como lo he hecho yo.
New World - The Irrepressibles |
El Aventón
La melodía, esa fusión de
sonidos, ancestrales por cierto, divagaba en el único sostén en todo el
universo, su espacio, el aire. Una de las tantas representaciones del amor, del
amor puro e infinito, intocable, inalcanzable de entender, se desplazaba en
todo el cosmos, para ir a depositarse en el centro de la energía celestial de
un joven, que más allá de los prejuicios, las ataduras, lo correcto, más allá
de lo que este lector pueda comprender, logró amar.
La melodía penetraba sus oídos de
forma placentera, alcanzaba cada nervio auditivo. Cada recoveco de memoria se
llenaba de la más hermosa combinación, perfecta en su simetría. Se percibían
también sus latidos, los de un corazón expectante, ansioso por irrigar cada
milésima del cuerpo con sangre; la sangre, que además le avisaba a cada célula
de la situación. Una situación que sólo estuvo en su mente. Una melodía que
sólo le hacía recordar. Un amor, sí. Pero un amor no correspondido,
perfectamente inequívoco.
Ventura recordaba insaciablemente
cada segundo de aquella vez, aquel momento en que sus palabras casi salieron de
su boca, pero que contuvo presionadas en su garganta. Una y otra vez las
imágenes se repetían en su mente, nítidas como si hubiera sido ayer, incluso
mejor. Se negaba a levantar sus párpados por miedo a que todos esos recuerdos
se perdieran, se escaparan, como si los ojos fueran las puertas del olvido.
Ruidos indistintos tenían la fastidiosa intención de intervenir, de
desconcentrarlo, de darle una buena paliza de realidad, de la cuál, Ventura, se
asqueaba la mayor parte del tiempo. Sin embargo, sintió cómo el vehículo
disminuía la velocidad, y eso era el indicio de que habían llegado a la ciudad.
No le quedaron muchas opciones, y debió dejar la imaginación a un lado.
El colectivo estaba atestado de
gente, lo cuál era muy común, natural, hasta culturalmente establecido. Los
rostros no se observaban los unos a los otros, lo que parecía ser cultural
también. Ventura decidió bajar, con los músculos comprimidos en una sola bola
de nervios, la cara contraída en la expresión más triste que se haya visto
jamás. Pero la melodía seguía sonando en sus oídos, y ahora él sentía los
cables, se acomodaba la ropa, la bufanda, el gorro, ponía sus manos en los
bolsillos del abrigo y le daba ritmo a su cansino caminar. No deseaba más que
llegar a casa, su casa, y sentirse acogido por la sensación de hogar que ese
lugar le producía. Y así poder imaginar una vez más, porque era uno de esos
días, cuando el pasado revivía en su presente, en el tiempo lineal, el tiempo
inventado por el hombre.
“- Ya, uf, ya. Acá está bien. –
- Uf! Dame unos minutos…
para…respirar. –
- ¿Tan poco aguate tenés? Si
fueron un par de cuadras. –
- Ay, es que…uf…es que hace mil
años que no…corría así. ¿Nos vieron? ¿Viene alguien? –
- No, no hay nadie. –
- Ay, juro que no me escapo más
del colegio. –
- ¡Ja ja! Es tu primera vez y ya
arrugás. No, sos increíble. –
- Bueno, euh, no me gusta. –
- Y dale, ¿qué me ibas a decir? –
- ¿Eh? ¿Ahora? –
- Y sí, ya tanto misterio, dale.
–
- ¿Pero no íbamos a comprar?
Vayamos a comprar primero. –“
El porqué murió en el mismo
instante en que Ventura decidió callar. La razón mató todo tipo de sentimiento.
Toda especie de gratitud se vio aplastada por el miedo, y no había otro momento
igual, nunca lo hubo, no en esta vida por lo menos.
El camino parecía perderse bajo
los instintos de la creatividad, de las imágenes que se proyectaban. No parecía
ver nada, no se escuchaba un alma, tampoco su propio corazón latir.
Probablemente, el frío se había apoderado de esas sensaciones negativas, de esa
tristeza tan profundamente inexorable, y las habría congelado en su estómago,
mientras que nada más parecía tener sentido. El vacío.
La bocina se hizo cada vez más
fuerte, y por un momento, Ventura pensó que se trataba otra vez de su
imaginación. Un automóvil paró un poco más adelante de él, y una ruidosa pero
simpática bocina salía con intervalos y rebotaba en el aire espeso del
invierno.
- ¡Hey, Ventura! – un hombre sacó
su cabeza de la ventanilla, y con una mano extendida y una amplia sonrisa,
saludaba a Ventura, señalando que se acercara.
- ¿Belarmino? –
- Sí, hombre, soy yo. ¡Vamos,
subite! –
Puertas del olvido o no, Ventura
no podía creer lo que entraba por sus ojos. Y mientras buscaba respuestas a la
imposibilidad de que él estuviera a simples dos pasos, después de tantos años,
otro recuerdo invadió su mente.
“- ¿Maximiliano? –
- Presente. –
- ¿Octavio?
- Presente. –
- ¿Belarmino? –
- Aquí, señor. Presente. –
- ¿Ventura? –
- Presente. –
- ¿Ventura? ¿está Ventura? –
- Sí, señor. Dije presente. –
- No se le escucha, Ventura, ¿por
qué no habla un poco más alto? Saque voz de hombre, carajo. –
- Ja ja ja ja –
- Hey, Ventura, ¿vas a sacar voz
de hombre en el juego? –
- Ventura, agarrala bien, eh,
mirá que está bien dura. –
- Hey hey, mariquita, si vas a
jugar mal, no juegues porque te rompo el culo a patadas, ¿entendiste? –
- No te molestes, Octavio, ya lo
tiene roto. –
- Ja ja ja ja –
- Hey, chicos, no lo molesten. –
- Buena, Belarmino, ¿qué te pasa?
–
- No lo molestes, ya fue, dejalo.
–
- Bue…¿ahora sos defensor de
putos? –
- Quedás afuera, Octavio, hoy no
jugás. –
- ¡HEY! ¿Quién te da el derecho?
–
- Belarmino es el capitán,
idiota, comportate o vamos a quedar todos afuera. –
- Sr. Belarmino, forme su equipo,
por favor. ¿A quién elije primero? –
- A Ventura, señor. –
- ¿A Ventura? Pero mire que es
para todo el año, eh. –
- Sí, señor, ya sé. –“
Era él, diez años sin verlo, y
era él. Ventura se acercó al auto. La puerta se abrió y el se metió, intentando
que su parpadeo fuera lento.
- No te lo puedo creer, el
pequeño Ventura. Mirá a dónde nos venimos a ver, en plena calle. –
- Sí, que loco, ¿no? Justo yo me…
- su sonrisa, esa sonrisa que lo petrificaba cada vez que la veía, volvió a
hacerlo, aunque esta vez pareció haber usado todo su poder, porque Ventura casi
se quedó sin palabras.
- Tanto tiempo, hermano, dame un
abrazo. – los brazos rodearon su cuello, sus hombros. El perfume de su piel, en
diez años, seguía siendo el mismo, el mismo que aquel otro día, el mejor que
Ventura había vivido.
“- Hey, que buen partido,
muchachos. –
- Grande, Belarmino, sos un capo
jugando. –
- El equipo lo es todo,
muchachos. –
- Vamos, Belarmino, te invitamos
a tomar unas cervezas con nosotros para festejar. –
- No, chicos, gracias, paso.
Tengo clases de inglés con Ventura. –
- Uh, te estás juntando mucho con
ese marica, Belarmino, te vas a hacer puto. –
- Ja ja ja ja. –
- Hey, no digan eso. Dejen de
molestarlo. ¡Chau! Los veo en el colegio. ¿Vamos, Ventura?
- Eh, sí, supongo. ¿Teníamos una
clase? –
- Je. Perdón, la verdad, no.
Aunque, ¿no te molestaría explicarme algo? –
- No, obvio. –
- Perfecto, vamos a mi casa. ¿Me
llevás en tu bici? –
- Eh, si, claro. –
- Más rápido, ¿podés? –
- Sí, pero, ¿vas bien? –
- Genial, sos un genio, Ventura.
–“
¿Cómo era posible? En diez
mugrosos años, Ventura nunca se imaginó que pensaría en Belarmino en una tarde
de invierno, de un día feriado, sin gente en la calle, con los colores del
mundo en escala de grises. El color gris que hacía música. Y ese mismo día, Belarmino
paraba su auto, le decía que subiera, lo saludó, y sobretodo, lo abrazó.
- Mirate vos, que loca la vida.
¿Cómo estás? Contame, che, ¿qué andabas haciendo por acá tan lejos? –
- Vivo acá, hace ya casi siete
años. ¿Qué hacés vos acá? – Ventura no lo pudo evitar, aunque había sonado un
poco ruda la pregunta, simplemente una sonrisa dejó escapar todo. La bocanada
de aire que estaba presionando los pulmones de Ventura salió en esa mezcla de
expresiones que dejó atónito a Belarmino.
- Bueno, a mí también me da gusto
verte. –
- Ay, no, a mí también. Perdón,
es que me sorprendiste, de verdad. Hace tanto que no te veo y justo venía…tenía
la cabeza en otra. Pero, contame vos, ¿qué hacés acá? ¿Cómo estás? ¿No te
habías ido a Europa? –
- Ja ja. Vos siempre el mismo,
eh, Ventura. Bien, sí, estaba allá, pero me volví. Mirá, está hermosura me hizo
volver. – Y Belarmino extendió una pequeña fotografía que sacó de su billetera,
y entonces, la ternura invadió el corazón de Ventura. Una niña se veía en la
imagen detenida en el tiempo lineal. Pequeña, la muchachita se abrazaba a los
hombros de su papá, y abría la boca para mostrarle sus dientes a la cámara.
- Oh, pero si es preciosa. –
- Sí, lo es. Decidí volverme
después de que nació. Mi novia se lo tenía bien guardado para que yo pudiera
viajar tranquilo. –
- Es ella, ¿no? La misma que en
el secundario. –
- Sí, ella. ¿Y vos, Ventura,
andás de novio? –
- ¿Eh? No, je je, yo…hace un par
de meses ya. –
- Sos un buen pibe, vos Ventura,
buscate alguien que te quiera, de verdad. –
- Oh, sí, gracias. –
- ¿Para dónde ibas? –
- A mi casa. –
- Te llevo. Indicame. –
- Si, es por acá. Seguí derecho.
–
Ventura simplemente dejaba que
aquellas energías que conspiraron para que eso pasara, guiaran el momento, ese
momento que creyó que nunca pasaría, el momento en que Belarmino entrara a su
casa. Luego de que pasara por la puerta, Ventura observó a Belarmino con más
atención, mientras se decidía a preparar unos mates. Alto, vestía un camperón
que cubría su amplio tórax. Su pelo parecía más arreglado de la última vez que
lo vio, allá lejos en el secundario.
- Que linda casa, Ventura, ¿vivís
solo? –
- Sí, hace un par de años ya. –
- Mira vos. ¿Y de que estás
trabajando? No, ya sé, no me digas. Das clases de inglés. –
- Sí, acertaste. ¿Mate? –
- Pero como no, gracias. –
- ¿Vos, qué estás haciendo? –
- Ahora agarro las temporadas de
la fruta en verano. Mientras sigo con las clases de folklore. Haberme
perfeccionado en Europa me sirvió un montón. Es muy linda la gente allá. Viste
que dicen que son fríos, mala onda. Yo no encontré ninguno así. La verdad que
extraño estar allá a veces. Algún día llevaré a mi hija. –
- Que bueno escuchar eso. Sí,
Europa es uno de mis sueños. –
- Que nunca se te quite la idea
de ir, vas a ver que vas a viajar. Cuando lo hagas avisame y te paso contactos
de gente re piola dónde te podés quedar y que te van a dar una mano.-
- Genial, gracias. Te voy a
avisar entonces. –
Después de un buen rato de
recordar buenos tiempos, entre risas y anécdotas inolvidables, Belarmino
decidió partir.
- Bueno, Ventura, me tengo que
ir. Me están esperando. Debo pasar a buscar a mi hija a la casa de su tía. -
- Bueno, gracias por alcanzarme
hasta casa, supongo. –
- No hay de que, seguro nos vemos
de nuevo. –
Ventura sabía que ese instante
llegaría tarde o temprano, en el tiempo lineal creado por el hombre. Belarmino
lo volvió a abrazar, y esta vez por un buen rato.
- Que bueno haberte visto otra
vez, Ventura. –
- Sí, lo mismo digo. - ¿Habrá
querido decirle algo más? Belarmino sostuvo a Ventura del hombro y con una
sonrisa, esa sonrisa, lo miró por un momento, y Ventura le sostuvo la mirada.
Luego abrió la puerta, se subió al auto, y se fue, dejando en el aire la bocina
que seguía rebotando, la nueva melodía a los oídos del enamorado.
Luego de cerrar la puerta,
Ventura camino hasta la habitación y se dejó caer en la cama. La vida era tan
impredecible, tan alocada. El curso del tiempo, los sentimientos, el amor. Los
recuerdos, la memoria, la imaginación.
Se escuchó la puerta. Alguien la
golpeaba. Ventura saltó de la cama, saliendo a medias del trance. Abrió la
puerta, sin preguntar quién era, no le importó. Belarmino estaba parado con un
brazo apoyado en el umbral.
- Ah, Belarmino, pensé que…-
- Diez años pasaron, Ventura,
diez, y todavía estoy esperando que me digas lo que prometiste decirme aquella
vez. – Las expresiones en el rostro de Belarmino denotaban seriedad, no estaba
jugando.
- Yo…no entiendo. –
- Ya estamos un poco grandes para
esto, ¿no te parece? Me citaste ese día en la casa de tu amiga, fui, no
estabas. Nos escapamos del colegio, fuimos a comprar a la panadería y nunca me
lo dijiste. Bueno, me parece que ahora… -
- Te amo. – La frase se escapó de
la boca de Ventura. Una frase que había sido contenida por más de diez años, una
frase que encerraba mucho más de lo que una simple mente humana pueda entender,
y sin embargo, simplemente se escapó, aprovechando la oportunidad.
Tiesos por un instante, uno
parado en el umbral, el otro sosteniendo la puerta. El aire y el tiempo
parecían haberse congelado.
Entonces, Belarmino avanzó,
obligando a Ventura a retroceder unos pasos, luego cerró la puerta, y Ventura
escuchó la vuelta de la llave, mientras no le quitaba los ojos de encima, de
sus ojos.
Belarmino agarró a Ventura por
detrás de cuello, y sin previo aviso, llevó sus labios por encima de los de él.
Movimiento de las mandíbulas y los hombres se empezaron a besar, aunque ninguno
de los dos sabía muy bien lo que estaba haciendo. Belarmino sostuvo a Ventura
de su cintura, le quitó el camperón, se quito el suyo. Con intervalos y caricias,
sin decirse una sola palabra (ya nadie las necesitaba, las expresiones y las
acciones se encargaban de comunicar sus sentimientos), fueron quitándose la
ropa hasta llegar a la habitación. Luego, en la cama. Uno encima del otro. Con
besos, más caricias, Ventura cerró los ojos, y se dejó llevar. Ya nada, diez
años no eran nada. El tiempo es infinito, circular. El tiempo vive en la
memoria.
El despertador se encargó de
avisar que había empezado un nuevo día. Ventura se despertó y se encontró
desnudo, pero solo. Antes de hacer cualquier otra cosa, cerró sus ojos para ver
si la imagen era verdad. Parecía que recién había sucedido, pero Belarmino no
estaba ahí, ni rastros de él. La hora indicaba que llegaba tarde al trabajo. Ya
el tiempo volvía a ser lineal. Se vistió y preparo sus cosas en cuestión de
minutos. Y voló a su lugar de trabajo. Allí estuvo casi toda la mañana, yendo y
viniendo de aula en aula. Entró en el aula de quinto grado, los pequeños hacían
barullo mientras inventaban juegos y salían de la realidad usando su mejor
herramienta, su imaginación.
- Silencio, chicos. Silent,
please. Voy a tomar asistencia. –
- ¿Octavia? –
- Presente. –
- ¿Valeria? –
- Presente, teacher. –
- ¿Mauro? –
- Presente. –
- ¿Luz? –
Y ahí estaba. Idéntica a la de la
imagen. La misma sonrisa, los mismos rizos oscuros. La hija de Belarmino estuvo
en su clase desde principio de año. La parte mecánica de su mente seguía con
las funciones de su rol, pero gran parte de su concentración se había borrado, y
podía pensar en una sola cosa: la llegada de los padres cuando venían por sus
hijos. Parecía que no pasaba más el tiempo maldito, hasta que la campana sonó
indicando la despedida y finalización del día escolar.
Ventura arregló todo los
trámites, ordenó el aula, y salió afuera con su maletín y sus zapatos oscuros.
No había señales de Belarmino, pero sí divisó a la pequeña cerca de él.
- ¡Luz! – alguien gritó. La voz
salió de un auto. Sí, el mismo auto, pero de la ventanilla salió una mujer,
pelo oscuro, sin portar ninguna sonrisa. La nena se volvió para cruzar la calle
e ir hasta el auto. Ventura la sostuvo del hombro.
- Te acompaño, Luz, no cruces
sola. – Se acercaron al auto y Ventura le abrió la puerta a la niña.
- Hola, señora, mucho gusto. Soy
el maestro de Luz. Sentí el impulso de acompañarla a cruzar. –
- Hola, oh, disculpe. Muchas
gracias. Es un placer conocerlo. Usted es Ventura, ¿no? – Ahora se veía una
sonrisa, esplendida, con ojos brillantes que la acompañaban. La mujer sin duda
era muy hermosa.
- Sí, mami, él es el amigo de
papá. – la niña, mirando a ambos, le informó a la madre de su conocimiento.
- Sí, hija, ya sé. Mi marido
siempre habla de usted, señor Ventura, parece que fueron buenos amigos en el
secundario, ¿no es así? –
- Sí, por supuesto, los mejores.
–
- Justamente ayer me dijo que
usted lo esperaba en la parada del colectivo. Me puse tan contenta. ¿Se
pudieron encontrar? Mire que esta es una ciudad grande. Por cierto, ¿cómo
hicieron para encontrarse? –
Ventura estaba confundido.
- La tecnología de hoy en día,
vio, como facilita las cosas a veces. –
- Ay, si, ni me lo diga. Bueno,
que alegría. Que bueno que se reencuentren luego de tanto tiempo. –
- La verdad que sí. –
- Bueno, debo irme, es un placer
conocerlo. –
- El gusto es mío. –
Diez años ya. Belarmino estuvo
diez años enamorado. Ventura estuvo otros diez. ¿Qué eran diez años? Nada.
Simplemente la imaginación, simplemente la memoria.
Fin.
viernes, 8 de noviembre de 2013
El miembro
Y de la mano de algunas técnicas minimalistas, el morbo de las mujeres asesinas se hace presente en mi reino del revés. Disfruten de las mentes retorcidas de algunos de los personajes más psicóticos que se atrevieron a atravesar el espejo. Y tengan mucho cuidado, queridos habitantes del reino, porque Ester sigue viva.
El miembro
Nada. Ni una lágrima. Entramos todos por
las puertas del cementerio. El sepelio. La gente me mira, pero no me importan
sus miradas. No tengo miedo. Los hombres de guantes blancos y trajes grises,
con pelos cortos y sin expresiones en los rostros, dejan el cajón sobre las
barras de hierro, justo delante de la puerta de nuestro nicho. Lo pagué todo
yo; pero la plata tampoco me importa. Todavía no podía encontrar mi sentir.
¿Qué me pasaba? ¿Acaso mi alma murió junto con la de él? Mi consciencia había
quedado devastada, había sido ultrajada. Mi hermana en cambio grita, se cae de
rodillas, llora, vuelve a gritar. El negro no me sienta bien. Nunca me gustó.
Pero a él si le queda bien. Y, aunque parezca sádico pensarlo, su figura tiene
cierto atractivo dentro del cajón. Por momentos imagino verlo sonreír, pero
sólo me traiciono a mí misma, queriendo apaciguar la culpa. Ya está muerto y en
el fondo sé que tengo que lidiar con esta nueva realidad. Veinte años juntos.
Pensaba a veces que fue mucho tiempo. O no. Me queda mucho de vida. Recuerdo
cuando nos conocimos. Tan simple se acercó a mí con sus alpargatas y su
bombacha. Ese sombrero de gaucho hacía que su masculinidad brotara en su mirada
y penetrara la mía. Fue la mirada de mi juventud, tan inocente, tan femenina.
Mis trenzas, hechas por mi hermana, danzaban junto con mis caderas y marcaban
ese paso de chinita. Y el calor de enero empezó a mojar mi cuerpo con el sudor
del alcohol.
- ¿Baila señorita? – dijo.
- Pero como no, buen hombre. – respondí.
Bailé
con él. Chocábamos los brazos en cada “ADENTRO” y yo me regocijaba en el
pensamiento pervertido de imaginarme sus brazos sosteniendo mi cuerpo desde la
cintura, mientra penetraba mi cuerpo, acostado en mi cama. Ver como sus
músculos se contraían a través de esa camisa, que conservé durante tantos años
después. Y sí. Terminamos esa noche haciendo el amor por primera vez. Si tan
sólo me hubiese dado cuenta ese mismo día.
Luego se dio varias veces el encuentro.
Aunque no tardamos mucho en casarnos. Las épocas cambiaban. Los soles ya no
eran los mismos; tampoco lo fue la luna. Y yo me quedé, estancada como la roca
en el río, en el pavimento de estrellas de esa noche. La noche que tendría que
haber sido una sola. Aunque luego se repitió. Se vino a vivir a mi casa y mi
madre nunca nos dejó dormir juntos. Era un buen trabajador. El campo siempre
estaba en condiciones y, con el tiempo, ya todo estaba a cargo de él. Sin un
suegro del que preocuparse, y con la suegra vieja y demacrada por la soledad de
la viudez, los comerciantes iban a transar con él. Nosotras ayudábamos. En la
cocina me especializaba yo. Mi hermana ordeñaba las vacas, alimentaba las
gallinas, aseaba los caballos y mantenía el orden de la casa. Pero a mí no me
tocaba la cocina. Pocas veces entraba. Y una de las veces, nos vio. Él a veces
no aguataba hasta la noche, cuando nos íbamos a dormir. Y entonces entraba en
la cocina. Yo miraba sus ojos. Verdes. Un gaucho con ojos verdes. Y él sonreía.
Y se tocaba. Se marcaba su pantalón. Estaba excitado, se notaba. Y, aunque no
quisiera, sabía lo que debía hacer. Dejé de cortar la verdura. Se acercó y con
su mano en mi cuello me inclinó sobre la mesada. Me penetró. Apurado. Su
respiración se agitaba. Doblé entonces mi cuello. Y la vi. A mi hermana. Medio
escondida detrás de la puerta corrediza. Él no la vio. Acabó, se abrochó los
pantalones y se fue.
- Oh, querida mía. Él ya está en un lugar
mejor. Y desde allí te va a cuidar.- una mujer, no sé quién es, le dice a mi
hermana, mientras ella llora desconsoladamente sobre el cajón. Están a punto de
cerrarlo. No lo voy a ver nunca más. Ni siquiera ese pensamiento tan triste
puede hacerme llorar. Me obligo. Debo llorar. La señora ridícula me mira. Hija
de puta. Ya sé quién es. La basura esta mató a mamá con tantas malas vibras que
traía a la casa cada vez que iba a por el té. Porque en Europa se tomaba té.
Puta. Ella tendría que morir también. Mamá murió de tristeza con su enfermedad
por culpa de esta vaca enferma.
Un día me animé a entrar en la habitación
de mi hermana. Me resultó raro ver que aún dormía sola. Después de tantos años
y siendo tan hermosa. Cuando mamá murió, con él nos mudamos a su habitación
para poder hacer el amor como corresponde, sin que mi hermana nos espiara. Su
habitación, en cambio, me recordaba a una niña. Alguien virgen. No inocente,
pero virgen. Ella me vio por la ventaba que daba al establo. Y corrió. Parecía
que la iban a carnear.
- ¿Qué haces en mi habitación? – gritaba –
salí de ahí, yegua mal cogida.
- ¡Qué gritás! Cabra mal parida. Cerrá un
poco el pico y dejá de rumiar, vaca enferma. – exploté – ¿acaso querés despertar
a mama de entre los muertos?
- No te metás en mi cosas. Es MI
habitación. –
- Hacé lo que quieras – y me fui.
Algo raro percibí en su actitud. Algo
ocultaba la muy hija de puta. Esperé hasta la noche cuando ella se iba a hacer
el lavado atrás y él se metía a bañarse. Revisé todo, hasta debajo del colchón.
Y encontré algo que parecían cartas, declaraciones, descripciones de cuán
amplio y eterno era su amor. Las cartas no estaban fechadas, tampoco firmadas,
y no reconocí la letra. Pero eran miles de ellas dentro de una caja aplastadas
por el peso de su cuerpo. Fui una tonta. Seguramente, era el hijo menor del
vecino que había aparecido varias veces a llevarse leche y ella siempre lo
atendía. ¿Cómo podía imaginar que mi propia hermana iba a estar acostándose con
él? ¿Tocándole, besándolo? Su miembro. Que grande era. Me habían surgido ganas
de sentirlo entre mis piernas metiéndose. Encaré entonces a la ducha que había
fuera de la casa. Escuchaba el agua correr. Ya me sentía desnuda a su lado.
Empapada con sus besos. Pero al acercarme, escuché algo más que el agua. Continuo,
un golpe seco contra la chapa. Algo estaba siendo martillado. Me acerqué un
poco más. Algo no andaba bien. La voz de mi hermana. El martilleo se hacía cada
vez más rápido, y más rápido. Y mi hermana parecía llorar, parecía quejarse de
dolor. Y entonces fue cuando lo escuché. Lo que escuchaba todas las noches. Lo
mismo que habría escuchado mi hermana el día que nos espió en la cocina. Su
gemido al acabar. Aunque esta vez no me dio placer. Mi mente se bloqueó.
Retrocedí hasta la casa. Me sentía violada, invadida. Quise gritar, pero mi
garganta estaba tan cerrada que, de tanta presión, terminé vomitando. No podía
volver a la habitación. La cocina. Mi lugar. Allí me quedé hasta al otro día.
Él siempre era el primero en levantarse.
- Ester, ¿qué hace ahí? – me preguntó -
¿ya está listo el desayuno? Hoy parece que va a ser el día de sus sueños. Le
voy a comprar de esas cocinas nuevas, ¿vio? Las que escuchó su hermana en la
radio. Va a poder hacer lo que quiera. –
Yo sin responder, seguía en el piso.
Acurrucada entre las puertas donde guardaba mis ollas.
- Vamos, Ester, levántese. ¡Hágame le
desayuno, hombre! –
Me levanté, abrí el cajón, saqué el
cuchillo de la carne. Me acerqué.
- Te amo, Francisco – Y se lo enterré en
el vientre. Luego por debajo del rostro, arrancándole algunos dientes y
cortando su cuello. Cuando él intentó protegerse, corté su mano. Cayó con un
grito y un golpe seco. Su gorro, ese gorro que lo hacía tan varonil, voló un
momento por el aire estático de la mañana y luego se quedó en el suelo.
- Ester, preciosa, me imagino como te
debés sentir. Mi más sentido pésame. – y la vieja me toca el hombro con su mano
regordeta y con olor a perfume barato. Inmunda.
- Estoy bien, gracias. – le dije sin
mirarla a la cara.
- ¿Cómo hiciste cuando lo encontraste
tirado en tu cocina? Pobrecilla. Ese maldito de Julián. ¡Que chico enfermo! – y
se voltea para mirar a mi vecino y a su hijo, el más joven, el que tenía
problemas, a quien se le caía la baba todos los días, con esos ojos raros que
le hacían parecer que venía de otro país, o de otro planeta. Mi hermana me mira
por primera vez desde que miró mi rostro cuando lo encontró muerto en la
cocina. Nunca voy a olvidar esa mirada. Y Julián estaba en la puerta, esperando
la leche. Pero, en cambio, yo le di el cuchillo y lo sostuvo un rato largo, lo
suficiente para que mi hermana lo viera.
- Mi papá no me deja usar esto – dijo con
esa voz ronca, boba, insoportable.
El padre de Julián llora. Nunca he visto a
un hombre llorar tanto. Él si me provocó algo de tristeza, aunque no la
suficiente como para largarme a llorar. Sigo sin llorar. Cierran el cajón. El
último grito desgarrador de mi hermana.
Abro la puerta de casa. Desde lejos veo la
cocina. Mi cocina. Limpia. ¿Quién la habrá limpiado? Mi hermana sigue sin
hablarme. Sube la escalera y se para en la puerta de mi habitación.
- Veni, quiero que me expliques algo. – Me
dice. No sé que hacer. En fin. Subo. Abre la puerta y entra. Luego, entro yo. Y
no creo lo que veo. Ahora sí se mojan mis ojos y me llevo las manos a la cara.
Mi habitación se ve tan rara: rosadas las paredes, la cama individual cubierta
con una manta con dibujos. Todas mis cartas están esparcidas por el suelo.
- ¿Qué es todo esto, hija de puta? ¿EH?
¡EXPLICAME, ZORRA! –
- Te dije que no entraras a mi habitación.
¡NUNCA! – y le agarro los pelos, la zamarreo y la empujo contra la pared.
Me golpea contra la pared y me arranca
algunos pelos. Me pregunto por qué lo hizo. Ese día que la vi dejando que
Julián la penetrara en la cocina supe que algo andaba mal con ella. La forma en
que miraba a Francisco. Le dije a Doña María que a veces me daba miedo. Doña
María sabe, por mi mamá, que Ester nunca fue del todo normal. Ya no sé a quién
creerle. Mi amado Fran, oh, lo extraño tanto.
Entonces la veo buscar algo debajo del
suelo de madera. Está arrancando las tablas, sus manos le sangran.
- Ester, ¿qué hacés? Por Dios, ¿podés
parar? – le dije.
- ¡ES MÍO…MÍO…MÍO! – empezó a gritar. Y me
quedé estupefacta. Saca un frasco de debajo de las maderas. Huele a formol. Y
yo empiezo a gritar. Horrorizada. Estoy completamente horrorizada.
- ¡Su miembro es mío, zorra ensangrentada,
es mío!
Fin
martes, 5 de noviembre de 2013
Las flores y Horacio
Las flores y Horacio
Horacio Quiroga 1897 |
Noviembre se vino con todo. Las
energías están cambiando, ya se sienten en el clima. Empezaron a aparecer
bichos en casa: las arañas ya hacen su presencia casi diabólica, pero tan
inocente e insignificante a la vez. ¿Sabían ustedes que las pobrecitas nos tienen
más miedo a nosotros que lo que nosotros le podemos llegar a temer a ellas?
Nosotros y nosotras. Pero no voy a decir que es más común de las mujeres
temerles a las arañas, y que ninguna mujer que este leyendo esto piense de esa
forma, por favor. Los hombres también les tienen miedo a los bichos de muchos
ojos y muchas patas, y pelos, bien peludos, y que aparenten lo contrario es
otra cuestión. Ahora, yo me pregunto por qué la escena de Aracnofobia de los
años 90, donde la mujer grita en la bañera, alguien no puso a un hombre. Decime
la verdad, ¿hubieras sentido terror? Eeeeen fin. Como decía, el clima cambia y
le da la bienvenida al calor, la calor. Ese fenónemo, freeky de aquellos, que
hace que nuestro cuerpo tenga reacciones raras, freekies. Justo el otro día
estaba mirando nuevamente el espejo que me prestó Lewis. Hacía calor, los rayos
del sol reflejaban directo sobre el vidrio. Los pájaros se posaban en el borde
del paredón que da a mi ventana y modelaban, mostraban sus plumas grises y
marrones, algunas negras. Uno un poco más atrevido abrió sus alas y brincaba al
ritmo de sus propios silbidos. Seguramente encontró su lado narcisista. Pero
para desgracia de los pájaros, nada podía reflejarse en el espejo, porque, como
recordarán, ese espejo no muestra la realidad, sino mi reino, el que esta de
cabeza. Y sintiendo simpatía por los emplumados pensé qué extraordinario sería
que atraviesen a mi reino. ¿Acaso vivirán felices? Seguro que sí. A no ser que
se encuentren con Horacio Quiroga.
Me acerqué al espejo mientras
intentaba despojarme de las vicisitudes de la realidad y antes de pasar a
través de él, comencé a distinguir muchos colores. A medida que se iba
enfocando todo (parecía la técnica del compañero Van Gogh) visualicé un campo
de flores. ¡Qué hermosas! No estaban corrompidas. Sé que todo poeta empedernido
de amor amaría ver un campo como el que yo vi ese día. La armonía de colores
era sublime. Las formas no eran definitivamente de esta dimensión, la que está
de este lado del espejo, la realidad, esa del nombre feo. Y de repente, como si
alguien lo colocara después de haberle dado cuerdas, el mismísimo Horacio
Silvestre Quiroga Forteza parecía correr y danzar entre las flores. Vestía un
traje marrón, gastado por el tiempo. Los pantalones le quedaban cortos, unos
cuantos centímetros por encima de los talones. Su pelo estaba revuelto, y no
alcancé a ver la expresión de su rostro, pero puedo asegurarles que estaría
desenfocada de felicidad.
- Don Horacio – le llamé – ¿qué
hace ahí? Acaso no estará buscando una gallina para degollar, ¿no? – Se dio la
vuelta. Por un momento pensé que desaparecería, pero se quedó mirándome, y en
unos cuantos segundos, empezó a mover sus manos, llamándome.
- Venga, hombre. ¿Pues no es este
su humilde lugar? –
- Mi humilde reino – le corregí –
Bueno, ahí voy. (Para los que me conocen, quiero decirles que no tardé tres
horas en llegar, me crucé ahí mismo)
Cada vez que entro a mi reino es
como un sueño en el cuál puedo hacer lo que quiera con mi imaginación, o por lo
menos eso creo. Entonces me miré de arriba hacia abajo y vi que tenía el mismo
traje que Horacio, del mismo color. Tuve el leve instinto de tocar mi cabeza.
- ¿A dónde se fueron mis rulos? –
exclamé sin dirigirme a nadie en particular. Pero visto y considerando que el
único ser humano presente era Horacio, me respondió casi por respeto al acto
comunicativo.
- Se los están comiendo las
flores. Yo les avisé que lo hicieran. –
Y no pude creer lo que estaba
entrando por mi retina. Las flores estaban rodeadas de rulos de un color negro
bien oscuro, el que heredé de mi madre. Las muy hijas de puta se balanceaban
con movimientos peristálticos, como si tragaran. Horacio presentaba una actitud
indiferente.
- Pero… - y vuelvo a tocar mi
cabeza. Sentí pelo, no estaba pelado. Fue entonce cuando me surgieron ganas de
verme, cuando me surgió el narcisismo como aquel pájaro ridículo allá afuera
del espejo.
- No se puede andar con rulos así
como así por la vida. ¿Qué se piensa, usted, buen hombre? – sentenció Horacio
- Me sorprende, Don Horacio. Creí
que usted no era así – le dije, con un dejo de decepción en las ultimas
palabras.
- ¿Así cómo? ¿A qué se refiere? –
- No, nada. Ya no importa.
Dígame, Señor Quiroga, ¿dónde puedo verme? ¿Tiene usted un espejo, por esas
casualidades de la vida? –
- Y ahora usted está siendo
ridículo, señor del nombre bíblico. Estamos dentro de uno. ¿Acaso lo ha
olvidado? ¿Cómo se puede tener un espejo dentro de otro? –
- Es verdad. Tal vez podríamos
preguntarle a Lewis. Él seguro que sabe algo al respecto. Pero no creo que ande
por acá, ¿no? –
- Se fue a Inglaterra la semana
pasada – dijo Horacio, mientras miraba su reloj. – Acompáñeme, hay un lago aquí
cerca en el cuál usted podrá observarse a sí mismo, pero solamente por fuera. –
Fuimos caminando unos pasos hacia
una pequeña empinada, más abajo y en cuestión de segundos pude ver el lago.
Bajamos trotando hasta la orilla. Al dar el último paso, trastabillé y me caí.
En ese instante sucedieron dos cosas: primero me di cuenta recién ahí que no
llevaba mis lentes; luego, no pude evitar escuchar a Horacio reírse a
carcajadas. Me levanté y lo miré de mala gana, pero tenía ganas de reírme también.
Horacio entonces me pidió disculpas e intentó tranquilizarse. Sacó un peine del
interior del saco, se acercó al lago, se miró y se arregló el pelo. Me detuve
un momento a observarlo. Algo había cambiado en él. El traje ya le quedaba
bien, y ahora estaba peinado. Eso era. Estaba más joven. Muy buen mozo, me
atrevo a decir.
- Vamos, acérquese al lago,
hágase amigo de él. – me dijo sonriendo. Me miré en el lago y tan pronto pude
distinguir el reflejo, no me quedó otra opción que gritar. No era mi reflejo.
- Pero…ay la re con…. – las
palabras apenas querían salir de mi boca, ya que pronto sentí que no era mi
boca, no eran mis palabras.
- Don Horacio – me dijo Horacio.
– Acaso usted no querrá degollar a una gallina, ¿no? Y la sonrisa no se le
quitaba de la cara. Pero no era una sonrisa maléfica, no disfrutaba de mi
desesperación. En cambio, lo sentí como la sonrisa de un padre ante la imagen
de un hijo que está a punto de aprender una de las lecciones más importantes de
su vida. Entonces, Horacio sacó un pedazo de papel amarillento y viejo, dejaba
escamas en las yemas de los dedos, escamas de árbol.
- Lea, por favor – me dijo,
acercándome el papel - yo sé que a usted le gusta leer. – Claramente que sí,
habiéndome transformado en usted mismo, queridísimo Horacio, como no iba a
saber lo que me gusta y lo que no.
Esto fue lo que leí:
“Decálogo del perfecto cuentista.
Horacio Quiroga
I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios
mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando
puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es
demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad
es una larga paciencia
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con
que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas.
En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia
de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el
río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las
apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de
observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color
adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un
color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final,
sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo
que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es
una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo
sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala
luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a
la mitad del camino
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu
historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño
ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo
se obtiene la vida del cuento.
FIN”
Al terminar, me quedé algunos
minutos reflexionando. Allí estaba yo, tan joven, aunque me sentía tan viejo,
tratando de transformarme en otra persona, queriendo ser más de lo que soy. A
medida que iba entendiendo el mensaje del maestro, mi ropa y mi pelo comenzaron
a desintegrarse. Las flores chirriaban hambrientas de cambio en mis pies. Mis
ojos soltaron alguna que otra lágrima. El cambio inevitable se produjo al
comprender.
- Nunca se olvide de quién es
usted, señor del nombre bíblico. –
- Mi nombre es Aarón, Don
Horacio, con doble A –
- Muy bien, amigo mío –
Los pájaros vuelven a posarse en el
paredón que da a mi ventana.
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