martes, 17 de junio de 2014

Una Guerra sin Fin (Novela)



Una Guerra sin Fin
La Búsqueda de Las Semillas

Capítulo 1


Entrega Especial a Domicilio


En el cielo comenzó todo, donde a altas horas de la mañana las fuerzas del aire y el agua se ponían de acuerdo en cómo acomodar unas nubes blancas como el algodón, que danzaban casi sin permiso en un escenario del color de un arrecife. El sol, por otro lado, pronto llegaría a su punto culminante y haría un hermoso medio día de domingo. Este hecho podría complicar las cosas, la luz del día sería más intensa a la hora sin sombra y ellos se notarían más a los ojos del ser humano, que por suerte ya había olvidado como mirar. Además, la gente de estos lugares todavía conservaba una vieja tradición de domingo: se juntaban en familia o con amigos y disfrutaban de un espléndido y abundante almuerzo con comidas variadas, desde carne asada a la parrilla, o pastas caseras con salsa de tomate.
Sin duda alguna, los encargos tenían que hacerse con rapidez. Gracias a la cotidiana magia de la Madre Naturaleza, cuatro nubes algodonosas sobre el cielo quedaron flotando débilmente. De cada una de ellas comenzaba a salir una cabeza, y poco a poco los cuerpos surgían del interior hacia la cara superior de la nube. Estos cuerpos parecían ser personas esbeltas, muy bien formadas y saludables; pero tenían particularidades que no los hacían completamente humanos. Las particularidades provenían de las espaldas, largas y anchas, como las extremidades de los pájaros. Se podía ver a simple vista como crecían desde los omóplatos y se movían inquietamente para obligar al aire a que recorriera sus plumas. Al mismo tiempo, los dueños de estas particularidades estiraban los brazos y las piernas, como haría cualquiera de ustedes luego de extensas y placenteras horas de sueño.
Después de algunos minutos en silencio sentados sobre las nubes, el más grande de los cuatros introdujo las manos en el vaporeo blanco y extrajo una caja no mucho más grande que una caja de zapatos. Luego la abrió y sacó varios objetos envueltos en una tela de color blanco oscurecido por los años. Los objetos variaban desde un par de sandalias de estilo romano con largas y doradas ligas para sujetarlas, un par de muñequeras brillantes como el oro, una tiara dorada para la cabeza, hasta un collar delgado con extraños símbolos prolijamente tallados en él.
Sin decir una sola palabra, los otros tres compañeros empezaron a observar cómo aquel que había sacado los objetos comenzaba a ponérselos. Y mientras este último se envolvía las caderas desnudas con la tela blanca, los demás se decidieron a buscar sus cajas en los recovecos de las nubes.
- ¡Rápido! No pensarán pasar todo el día ahí sentados. Hay trabajo que hacer y no tenemos mucho tiempo- dijo el primero, quien ya estaba listo para partir.
- Tranquilo, Gabriel. Todo está bajo control- dijo el que estaba sentado un poco más adelante; y se entrelazaba los dedos en el pelo negro echándolo hacia atrás, aunque éste regresaba rebelde a su forma desprolija y despeinada.
- No subestimes tus oportunidades, Miguel. La última vez que te escuché decir eso casi perdés un ala- afirmó una hermosa mujer, quien también tenía las particularidades en la espalda. Su cabello de color púrpura brillaba bajo el sol y se mecía suavemente con la brisa. Su incomparable cuerpo estaba tapado con un vestido blanco, que también había sacado de su caja, al igual que las sandalias romanas. Sus simétricos y acorazonados labios esbozaron una sonrisa cómplice dirigida al cuarto de ellos, que además había sido el tercero en terminar de vestirse: recubrió su cuerpo con la tela blanca, puso las sandalias en sus pies, la tiara ajustada entre los rulos rubios y una tela bordada debajo del cuello. Luego, apoyó sobre sus piernas un recipiente lleno de flechas. Intentó estirar la cuerda del arco, mientras se divertía con la broma de la mujer; una broma interna, por supuesto.
- ¡Ah! Si, muy graciosos. ¿Sabes qué, Valentín? Sino fuera porque Cupido es un bebé para los humanos, apostaría mis plumas a que nadie querría recordar el 14 de febrero, amigo. – La sonrisa se esfumó de los labios de aquel que tenía el arco y se dedicó a colgarse el estuche de flechas sobre su espalda. Pero para la mujer sí fue sumamente gracioso el comentario de Miguel y no pudo evitar reír.
- No me llamés Valentín, ese no es mi nombre, ¿te queda claro, pajarraco?- dijo el del arco.
- No te ofendas, Rafalito, era una broma.- dijo Miguel, mientras se paraba y sacudía una de sus alas con las manos. – Es imposible evitar pensar en el parecido que tenés con las pinturas humanas de Cupido. Rafael, para mí que hiciste algo mal ese día. –
- Si por lo menos pudiera recordar qué hice para que después me pintaran así tan… - Pero Rafael no continuó, su expresión denotaba tranquilidad y al mismo tiempo una bella inocencia gratificante, una verdadera inocencia que no se confunde con la ceguera.
La mujer volvió a reír – Ay, si serás, Rafael. ¿Acaso no se dan cuenta que los humanos hacen lo que quieren con sus conceptos de la realidad? Fíjense sino, yo soy un hada saltarina. – y mientras decía esto, empezó a saltar sobre la nube simulando ser una tonta muñeca feliz que danzaba el baile del amor y la felicidad incondicional. Y todos ahora rieron.
- Bueno, yo ya estoy listo. Hora de partir. ¿Miguel, sabés bien a dónde tenés que ir? – parecía ser que el primer ángel ya se había ido, pero esperó un momento al sol para confundir la vista de los humanos con el reflejo y decidió partir, asegurándose que los demás ya estuvieran también preparados.
- Si, ya. Acá tengo la tarjeta.- dijo Miguel, haciendo bailar un papel en el aire, amarrándolo con su mano. – Me falta mi espada. Gabriel, ¿la voy a buscar? –
- ¡¿Cómo que te falta la espada?! – sentenció Gabriel, y en cuestión de segundos, todos voltearon a mirarlo y, en unísono, sonó el llamado de atención.
- ¡MIGUEL! –
- Ay, Miguel, cómo te vas a olvidar de algo tan importante, pajarraco. – dijo Rafael. Mientras tanto Miguel no respondía, sólo ponía caras que asemejaban a la de un niño cuando es regañado por algo que sabe que hizo mal. Su boca se contorneó suavemente sobre sus dientes y la mirada se perdió bajo la nube, volviendo a fijarla en el papel que antes sostenía en el aire y que ahora sujetaba con sus dedos izquierdos. El papel rezaba:

Fiesta Anual de las Fiestas Anuales: usted ha sido invitado a la conmemoración de las fiestas que se realizan durante el año. Su presencia es muy importante, ya que encabeza el listado de elegidos. Le rogamos su asistencia. Desde ya muchas gracias. La recepción.

Y del otro lado se podía ver la dirección garabateada con letras manuscritas: Monseñor Esandi 345. Villa Regina. 

- Bueno, suficiente. – dijo Gabriel. – Escuchame, Miguel, sólo espero que no tengas inconvenientes mayores, porque recordá que no podemos usar mucha energía todavía. Ellos no se pueden dar cuenta. No así. – y dirigiéndose a los otros dos – Esperanza, Rafael, ¿ustedes tienen alguna duda? ¿Está todo bien? –
- Sí, excelente – respondió la mujer modulando una sonrisa exagerada en su boca.
- Gabriel, yo tengo una duda – empezó a decir Rafael – ¿qué pasa si alguno de ellos nos ve?
Esa era la pregunta que todos querían hacer, pero que ninguno se animaba a pronunciar en voz alta. En ese momento, las miradas se posaron en el rostro pensativo de Gabriel. Los ojos verdes se perdieron un instante enfocados en la nada absoluta, mientras los pensamientos se retraían al interior de su mente. Gabriel sabía esa respuesta, pero no se había puesto a pensar antes qué tan serio podía llegar a ser el hecho de que fueran vistos. Se imaginó una escena y sacó conclusiones basadas en una vaga suposición, en una sola interpretación. Entonces pronunció la respuesta y sentenció a todos al error. La ansiedad y el miedo hicieron que perdiera el sentido y la fluidez de su misión.
- No permitan bajo ninguna circunstancia que eso suceda. En todo caso, no les hablen. Y sino llegaron a terminar, salgan volando tan rápido como les den las alas. No podemos permitir que se vuelvan más incrédulos de lo que ya son. No tenemos más tiempo.
Así entonces, dio un salto impulsándose en el algodón blanco bajo sus pies. Desplegó sus alas y voló en dirección al pueblo. La nube se dobló continuamente durante un rato como una cama elástica donde alguien acababa de saltar, y luego se dispersó evaporándose en partículas diminutas e invisibles. Gabriel cargaba innecesariamente con la responsabilidad de que la misión saliera a la perfección. Él sabía que los demás lo consideraban un líder. Al principio se había dado así, él transmitía los mensajes entre unos y otros y aclaraba las dudas dejando a los afligidos con una gratificante sensación de tranquilidad. Él era el vocero entre los ángeles y los Maestros y eso siempre le había gustado así. Pero esta vez era diferente. No podía transmitir tranquilidad sino tenía él una seguridad propia. Por qué tenían que actuar así él no lo entendía, pero no se necesitaba ser demasiado inteligente para darse cuenta de las consecuencias que implicaría ser vistos. Se sentía raro. Ojala pudiera recordar las épocas de antes, su existencia previa a esta vida.
           
Los demás ángeles imitaron a Gabriel y volaron en direcciones opuestas y diferentes. El último en salir de la nube fue Miguel, quien volaba cansinamente dejando caer sus piernas por debajo de su cintura. El ritmo lento de su vuelo le provocó quedar rezagado en comparación de sus colegas, pero no presentaba signos de querer avanzar e incrementar la velocidad del blandir de sus alas. Miguel se dio cuenta de que se había perdido y ya era tarde para preguntarle a alguno de los otros a dónde tenía que ir. La nube ya no estaba, por lo tanto tampoco estaba la caja, y sin la caja no había mapa. Cerró los ojos y trató de recordar. Imágenes borrosas de líneas y garabatos se fijaban en su retina interna mientras exclamaba suplicas en voz alta, rogando que una especie de milagro lo salvara de la paliza que Gabriel le podía llegar a suministrar si algo salía mal. Había notado el estrés en los ojos verdes de Gabriel, parecía algo no muy común en él. Pasó un buen rato. El sol ya crecía en tamaño a medida que iba subiendo hacia la hora sin sombra, marcando el medio día en los relojes numéricos de los humanos. Miguel había escuchado a Gabriel decir que el pajarraco tenía suerte, que le había tocado el lugar más lindo del pueblo y que seguro se iba a perder. Pero Miguel siempre se salía con la suya, por más travieso o despistado que él fuera. Tomó impulso hacia arriba. Llegó tan alto que las plumas empezaron a sentir el aire frío de la mañana y el sol apuntaba sus rayos en posición horizontal al cuerpo del ángel. Se posó en el aire mirando hacia abajo muy finamente, y como un águila que se prepara para captar el movimiento de su presa, fijó la mirada en sus colegas. Vio que Esperanza estaba muy cerca de allí. Revisando ventana por ventana, el vestido blanco de la mujer ondeaba al mismo ritmo al que lo hacía su pelo púrpura. Miguel esbozó una mueca que imitaba a una sonrisa, contrayendo su lado izquierdo de la cara hacia arriba. Al parecer, él no era el único que estaba perdido, después de todo. No encontró a los otros dos, y pensó que debería sentir un gran alivio teniendo en cuenta que Gabriel no estaba cerca y no tendría chance de verlo y regañarlo. Y súbitamente la vio. Sus ojos de tonos marrones anaranjados fijaron una casa. Se encontraba a mucha distancia, rodeada de plantas que particularmente estaban dispuestas en hileras bien separadas y ordenadas. Claramente, eso era humano. Bajó en picada – el águila ya divisó su presa. Miguel volaba rápido cuando se lo proponía. Esa era una de las características que él más amaba de sí mismo. Llegó en cuestión de minutos. Allí estaba la casa, enorme y resaltante, pintada del color de la crema. Los distintos tonos de verde que la rodeaban provocaban que pareciera la única casa entre millones de metros a la redonda, pero sólo era una ilusión. Había varias casas y todas estaban separadas por grandes extensiones de plantaciones. Miguel ya había estado antes en una chacra. De pequeño, solía arrancar manzanas de las hileras de manzanales y comerlas frescas y jugosas como golosinas. Sin embargo, él nunca había estado en esa chacra en particular, donde tenía una misión muy importante que realizar. Sobrevoló en círculos mientras reducía la velocidad al descender. Sus alas se levantaron rectas apuntando hacia lo alto del cielo y él acompañaba el movimiento llevando los brazos sobre su cabeza. Aterrizó con un ligero movimiento de sus blancas extremidades y se arrodilló para amortiguar el impacto, justo delante de la puerta de entrada a la casa. Luego de erguir su esbelta figura y retraer sus alas, miró la puerta y levantó su mano derecha para tocarla. Pero no le fue necesario. En el instante que Miguel aterrizó, dos enormes perros, que estaban detrás de media pared al lado de la puerta, pararon las orejas y ampliaron sus pupilas, mientras llenaban sus pulmones y preparaban las mandíbulas para ladrar. Los animales, furiosos, se acercaron a Miguel y lo miraban fijamente sin dejar de mostrarle sus enormes comillos. Sorprendido, el ángel levantó la mano izquierda con su palma abierta, al instante que sus alas se desplegaban en un acto reflejo.
- ¡Eh! Chito. Tranquilos. Eso, así. Lindos perritos. – Automáticamente, los perros dejaron de ladrar, ahuyentando la furia, para darle lugar a la alegría, que, Miguel observó, se mostraba a través del movimiento de sus colas, una negra, la otra, dorada. Y aunque se tranquilizaron, el alboroto generó otro problema más grave: la puerta estaba siendo abierta. Sin dudarlo, Miguel dio un saltó empujando el aire con sus plumas y dejando una brisa que escurrió los hocicos de las mascotas. Se posó suavemente sobre el borde del techo, justo debajo de la puerta, la cual, para ese momento, ya estaba abierta y alguien comenzaba a salir a través de ella.
- ¿Qué pasa, lindas? – un muchacho delgado, pelo corto y enrulado desprolijamente y vestido con ropas de verano, se arrodilló junto a sus mascotas, las cuales, extrañamente, estaban apoyadas en la pared con sus patas delanteras y mirando hacia arriba, hacia el techo. El muchacho, con las cejas fruncidas, subió su mirada, ridículamente pensando en lo que estaba haciendo. Pero Miguel había dejado de observarlo, y con el corazón en la boca se apoyó sobre las tejas calientes tratando de hacer el menor ruido posible.
- ¡Vamos! Vayan a jugar. – El muchacho acarició a sus perras en forma de despedida y se dirigió hacia el interior de la casa. Miguel esperó un momento y luego volvió a mirar cuidadosamente todo el perímetro de la casa, las ubicaciones de las ventanas, puertas, chimeneas; no recordaba absolutamente nada de lo que Gabriel le había mencionado de ese lugar. Nada. Frunció el entrecejo y dejó escapar un suspiro que contenía el estrés del momento anterior. La frustración se estaba apoderando de él. Las ansiedades generaron malas ideas en su cabeza: si el muchacho lo veía, luego todos creerían que enloqueció, lo encerrarían, o la Iglesia lo buscaría y lo quemarían públicamente por hereje, al igual que antaño en aquella época, con las mujeres… ¡Pero qué barbaridades estaba pensando! ¡Ni siquiera recodaba haber vivido en esa época! Debía calmarse. Meditar los pasos a seguir. Revoleó un poco su cabeza para alejar esos pensamientos oscuros y tomó una abundante bocanada de aire. Entonces, otro pensamiento tuvo lugar. La puerta no estaba cerrada. El muchacho nunca la cerró, porque no se escuchó ningún sonido. Su mente se estaba agudizando y su intuición le dijo qué hacer. Miguel bajó con otro salto y esta vez las perras no ladraron, solamente lo miraron a los ojos, mientras él les decía con el índice entre los labios que no hicieran ruido. Efectivamente, la entrada estaba libre y se podía ver el interior. Una mesa, sillas, muebles por ahí, por allá. Otra puerta cerrada hacia la derecha parecía llevar a la otra parte de la casa, a las habitaciones. Miguel entró. Lentamente y con sus alas plegadas se adelantó hasta llegar a esa puerta. Se decidió a abrirla.
- ¡HEY! – La voz de un muchacho se escuchó desde atrás, a una distancia desafortunadamente cercana. Miguel miró en dirección a la voz y se encontró con un joven estupefacto, pálido, al borde del pánico y con los puños cerrados. ¡OH NO! Sus alas otra vez se movieron por acto reflejo y golpearon todo alrededor, derribando adornos y rompiendo vidrios. Miguel cerró la puerta detrás de él, corrió por un pasillo largo, miró hacia a un lado, una puerta, otra más, las ventanas. ¿Dónde estaban las ventanas? Sintió una ráfaga de aire salir de una habitación, y entonces, entró. La ventana estaba abierta. Había un niño durmiendo, la otra cama estaba vacía. Se había dispuesto a saltar cuando de las telas que cubrían su cadera se desprendió un pequeño papel. Lo vio caer. La invitación, la misión no iba a cumplirse. Tuvo una idea, espelúznate al principio, arriesgada, pero era una idea al fin. Tomo el papel y lo colocó sobre la cama vacía. En ese mismo instante, el muchacho entró en la habitación. Sostenía un palo en una mano con el cual se dispuso a golpear a Miguel, pero la mirada del ángel lo detuvo, dejándolo boquiabierto.
- Confiá en mí. – dijo Miguel, y abriendo sus protuberantes alas blancas, salió volando por la ventana.
                                                                      

La última vez que Miguel vio a Esperanza desde el cielo, estaba revisando ventana por ventana arriesgándose no sólo a que la viera el muchacho a quien ella debía entregar la invitación, sino también a que toda la gente del barrio supiera que un ángel estaba sobrevolando sus casas. Ya no era la época clasicista del mundo, y justamente no pintarían cuadros acerca de su esbelta figura. La examinarían con aparatos para saber por qué tenía alas y cómo hacía para volar, luego la exhibirían para un publico que pagaría fortuna para verla y pedirle milagros mágico que no existen. No. Debía tener más cuidado. Aunque estaba exagerando un poco, Esperanza sabía que no sería fácil si el muchacho la veía. Se había dejado apoderar por la preocupación de Gabriel. ¡Pero que sonso era! ¿Por qué simplemente no habló con ella? Lo amaba con todo su corazón, y le dolía tanto ver sus ojos verdes ensombrecidos por el drama y la falta de confianza. Sabía que una buena actitud cambiaría el curso de los hechos. Sin embargo, este era el momento, no se podía esperar más. Habían sido criados para esto. La hora de la verdad. Debía tomarse la misión muy en serio. Entonces, se elevó un poco más y observó el lugar. La casa tenía que ser esa de tejas prolijamente pulidas y colocadas a la perfección. Bajó a la ventana que daba al jardín delantero, como lo explicaba la descripción que le dio Gabriel. En efecto, esa era la indicada. Afortunadamente, alguien había abierto ambas alas de la ventana para dejar entrar la luz del sol, cálida y brillante, como suele ser en verano un domingo por la mañana. La casa era alta. Esperanza tuvo que planear dando cortos pero potentes impulsos con sus suaves alas emplumadas, y así pudo pispiar el interior de la habitación. No era un ambiente muy amplio, tampoco presentaba mucha cantidad de muebles, pero sí alcanzó a ver que las paredes estaban recubiertas de gigantografías de estrellas del básquet, bandas musicales de rock, entre otros. El desorden se apreciaba en todas las esquinas del cuarto. Una pequeña sonrisa esbozó Esperanza que contorneó sus labios acorazonados. Ese muchacho era el indicado. Él tenía que ser uno de ellos, sin duda alguna. Y mientras pensaba, felizmente se decidió a entrar, una pierna primero, luego la otra, giró la cabeza y lo vio. Por suerte, Esperanza tenía más control sobre las reacciones impulsivas de sus alas. Había entrenado mucho para este momento. Hubiera sido muy diferente si Miguel, ella pensaba, hubiera estado allí parado. Inevitablemente lo habrían descubierto. Pero el muchacho solamente estaba durmiendo y ella se contuvo de salir volando. Con las manos en la boca, se acercó a la cama. El adolescente estaba profunda y revoltosamente dormido. Con la boca abierta y baba en la almohada, parecía ser imposible de despertar. Era muy guapo. Las facciones de su cara hacían simetría entre sí. La nariz acompañaba el hermoso perfil, y los labios provocaban pensar en cómo los movería al hablar, y cómo reflejaría las facetas de su contento en una sonrisa. De un momento a otro, Esperanza se percató de que se estaba acercando demasiado y se sintió incómoda, a medida que sus mejillas revelaban el pudor con un tono rojizo y unos ojos quisquillosos buscaban mirar hacia otro sector. Observó las imágenes en la pared. Ella ya sabía que el muchacho era un jugador de básquet, lo había anotado en su registro hace ya unos años. Se sorprendió al ver una fotografía de una chica en la tapa de una revista cortada y pegada en la puerta, la cual estaba cerrada por el momento. La actriz o modelo, sentada en una hamaca con las piernas estiradas, se parecía mucho a ella. Le disgustó un poco ver que estaba casi desnuda. Debajo, en garabatos hechos en una superficie inestable, se leía una frase predecible según el contexto: sos perfecta. Esperanza no entendía bien el anhelo físico de los humanos. Gabriel le explicó que ellos como ángeles están viviendo experiencias nuevas, pero la confusión nublaba sus pensamientos cuando pensaba en la vergüenza que sienten los humanos al desnudarse. Simplemente no entendía por qué. En ese instante de reflexión, el picaporte de la puerta comenzó a moverse, y la adrenalina se convirtió en el único líquido que recorría la sangre del ángel. Uno, dos, y afuera. Alcanzó a saltar justo a tiempo, cuando la puerta se abrió y una mujer entró por ella.
- ¡Mauro! ¡Son las once de la mañana! ¿Pensás levantarte? – Esperanza escuchaba a la mujer mientras se escondía detrás de la ventana. Un quejido, un insignificante lamento, y un soplido de disgusto.
- Mamá, un rato más… - Esperanza escuchó que el muchacho le decía quejumbrosamente a su madre.
- No, hijo. Levantate. En cualquier momento viene Mercedes. –
- Pero si hoy es domingo. –
- Sí, bueno, quiero la casa limpia para esta noche. No todos los días tenés a gente tan importante de invitados en tu casa, Mauro, así que levantate. Necesito que te encargues de algunos mandados. –
- ¿Algún día vas a dejar de torturar a esa pobre mujer? – La madre no emitió respuesta.
- Bien, pero me llevo el auto de papá. – dijo Mauro
- Volvés en una hora entonces. – Y Esperanza escuchó la puerta cerrarse. El muchacho dijo algo en voz baja, volviendo a quejarse, pero no se entendió bien qué le molestaba. Luego, se escuchaban ruidos de puertas, golpes secos contra el suelo, otro pequeño ruido metálico, probablemente llaves, luego la puerta abrirse y cerrarse una vez más, y por último el silencio, ese que indica la ausencia física de personas. Era el momento indicado. Esperanza se movió lentamente, acercando la cabeza contra el borde de la ventana, asegurándose que realmente no hubiera nadie. Subió y con un pequeño brinco se metió nuevamente en la habitación. Un tornado parecía haber pasado durante los diez minutos que ella estuvo flotando afuera. El muchacho había hecho más desorden del que había cuando dormía. Con mucho cuidado para no trastabillar y caerse, Esperanza se acercó al borde de la cama y colocó la tarjeta sobre la almohada. Luego, un gran suspiro tuvo lugar en sus pulmones, haciéndola sentir satisfecha, relajada. Había cumplido su misión. Se sentó unos minutos en el borde de la cama, le hecho otra mirada a la habitación y se decidió a irse. En el momento cuando desplegó sus alas, al borde la de ventana, como una inmensa ave celestial, un auto salía del garaje más abajo en el jardín delantero. En el automóvil iba el muchacho, Mauro, repasando en su mente los mandados que le había pedido su madre, dándole de este modo cero importancia al reflejo de la sombra que atravesó el parabrisas. La sombra de un ángel. Su ángel.


Un día más que pasara y seguramente Rafael se sentiría aún más nervioso. Para ser el ángel más sabio de los cuatro, era extraño en él que la inseguridad se apoderada de su mente y que la ansiedad manejara los movimientos de su cuerpo. No era la primera vez que se encontraba con humanos, aunque su primera experiencia lo remontaba a una situación no muy placentera ya superada, ó eso creía. Tendría alrededor de 6 o 7 años humanos, jugaba con los libros de la biblioteca, había sacado uno que a él tanto le gustaba, ese que tenía la tapa amarilla llena de figuras humanoides entrelazadas flotando en un círculo de nubes de un gris oscuro. La luz del sol entraba brillante y espléndida por los pequeños cuadrados de vidrio que formaban el ventanal que apuntaba al oeste. La tarde caía cansinamente sobre la vegetación del patio de invierno. Afuera, Gabriel empujaba a Miguel sobre el pasto, mientras intentaba arrancarle una pelota de las manos. ¡Que tontos le parecían! Ellos no entendían lo que era mirar las imágenes de ese libro, no comprenderían nunca lo que se sentía dejarse llenar las pupilas con la imaginación, proyectando imágenes dentro de la cabeza, mientras que en el estómago bajaban manantiales de aguas puras y limpias, provocando la exaltación de su sentir. Pero el regocijo se transformó en el sentimiento opuesto en el momento cuando la puerta de la biblioteca se cerró. Rafael miró en dirección a la enorme entrada, pero sus ojos se habían cegado con tanta luz reflejada en las páginas del libro y sólo veía extraños reflejos mientras su nervio óptico intentaba enfocar la silueta que se acercaba. Para desgracia del pequeño ángel, sus ojos nunca se acostumbraron a la penumbra de la habitación, repleta de estantes y libros que no hacían más que hacer silencio constantemente. Una mano tapó su rostro, su boca. Otra lo levantó desde el cuello y luego lo soltó, no para darle respiro sino para arrancarle bruscamente las telas blancas que cubrían su cuerpecito. El libro golpeó contra el suelo cuando su cara lo empujó desde la mesa. La mano ahora ejercía fuerza sobre su cabeza, aplastando sus rizos dorados. Los nervios del rostro estaban contraídos, y el grito le dio lugar a las lágrimas afortunadamente justo a tiempo, o tal vez no por fortuna, sino por causalidad. Otro portazo se escuchó a lo lejos. Un grito más fuerte aún. Las manos lo soltaron y el pequeño Rafael no escuchaba más que su llanto, hasta que una voz, esa voz que había escuchado al nacer, la primera voz en la Tierra, hizo retumbar su pecho, suavizó sus oídos y apaciguó su respiración. Luego de 20 años, y con la ayuda de muchos Maestros, Rafael daba por superada esa situación. Y volando sobre el arrecife que era el cielo ese domingo, no entendía por qué razón su mente había revivido esa vivencia oscura. Tal vez los nervios le jugaban en contra. Seguramente, la influencia de Gabriel perjudicó su armonía. ¿Desde cuando Gabriel no estaba seguro con lo que hacía? Nunca había visto dudar a ese ángel como lo hizo hace unos momentos. Un pensamiento inadecuado ensombreció la misión de Gabriel. Ojalá salga todo bien, pensaba.
A lo lejos vislumbró la casa. La zona que le había tocado a él era más céntrica, mucho más poblada que la zona que le tocaba a Miguel. ¡Que suertudo el pajarraco! Una sonrisa apareció en los labios de Rafael. Sus rizos dorados brillaban con la luz radiante del sol matutino del verano. Si cualquiera de nosotros hubiera podido verlos en ese momento,  habríamos pensado que estaban hechos de oro, pulido y tallado finamente. Pero ningún humano tuvo la oportunidad de ver algo tan hermoso. Rafael llegó justo a tiempo aterrizando sobre el techo plano, sin tejas. La casa era bastante peculiar. Su forma cuadrada se alargaba perpendicular a la vereda, dándole lugar a un patio delantero amplio y extenso que pintaba de colores la vista desde el portón. Rafael revisó el mapa. Tenía todo bajo control. Se había preparado teniendo en cuenta las sugerencias de Gabriel. La cantimplora estaba llena de agua de la fuente. El carcaj cargado con 20 flechas afiladas la noche anterior. El arco tensado. La vestimenta hacía que todo fuera más liviano y cómodo. Sus rulos se mantenían tiesos con la tiara que rodeaba su cabeza, así no le molestaban al volar. Y cuando apoyó el mapa sobre la superficie más plana del techo, la brisa sacudió las telas que cubrían sus caderas, justo cuando se arrodillaba y observaba dónde había aterrizado. La habitación. Ese era el lugar. Inclinó su cabeza para husmear por el borde. La ventana estaba cerrada. No era inconveniente alguno, solamente debía llamar la atención de los humanos que vivían ahí sin que la chica lo notara. Observó que debajo, sobre el césped que cubría el suelo a la izquierda de la habitación, había un pequeño rosal con algunos pimpollos haciendo fuerza por crecer y florecer. Entonces, Rafael supo que hacer. Parecía que había sido idea de las plantas y que estas, con sus orgullosas espinas, le indicaban paso por paso cómo debía proceder. Había una canilla que salía de la tierra no muy lejos de ahí, y como en la mayoría de las casas de esos lugares, había una manguera que serpenteaba casi todo el ancho del patio para terminar con su boca apuntando al rosal. Rafael giró el grifo unas tres veces y fue a buscar el extremo por donde salía el agua. Luego, lo puso sobre el borde de la ventana y, sigilosamente, dio un salto hacia el techo. Desde arriba, observó y esperó. Creyó escuchar el movimiento de las hojas de las rosas pidiendo agua como si fueran pequeños gritos de desesperación.
- Lo siento – les susurró – después pongo la manguera en su lugar.
 Ya habían pasado unos minutos, pero no se escuchaba nada más que el agua correr y chapotear contra el suelo cubierto de baldosas café. Rafael se dispuso a estudiar el mapa de la ciudad, calculando la distancia a la que estarían sus compañeros, por lo visto Miguel iba a tener que aletear unas cuantas veces. Unas moscas atrevidas se posaron en el ala izquierda del ángel, provocando que esta se moviera como la oreja de un gato cuando, al dormir, quiere espantar los molestos insectos voladores. El calor empezaba a brotar del cemento, y Rafael sentía que pronto empezaría a sudar. Pasaba el tiempo y no había reacción de los humanos. Más moscas empezaron a pulular cerca de él atraídas tal vez por los rizos dorados.
- Fuera, bichos – les espetó, moviendo bruscamente la mano para espantarlas – porque no van a molestar a otra parte.
En ese momento, un puerta se escuchó no muy lejos a la derecha. Rafael se agachó y observó cómo un hombre grande y corpulento avanzaba hacía donde estaba la canilla. El hombre, calvo y de piel color café, como las baldosas, siguió el rastro de la manguera y, modulando palabras que expresaban quejas, revoleó el extremo que escupía el agua hacia los rosales. Las rosas brincaron de alegría con el golpe súbito de agua.
- ¡Belén! ¡Abrí la ventana, che! ¡Se está inundando todo! – gritó - ¿quién dejó la canilla abierta? ¿Cuántas veces les dije que no rieguen desde la ventana? Si serán… - y otras palabras quejumbrosas salieron de su boca. Rafael en el techo se regocijaba al ver que todo sucedía de acuerdo a lo planeado, hasta las rosas habían recibido su cuota merecida de agua. El chirrido de las bisagras mezclado con el apaciguante sonido del chapoteo le dio a entender a Rafael que la ventana había sido abierta. Era sólo un movimiento más. Un brinco y ya estaba abajo, detrás del postigo marrón con una flor de Liz tallada en el medio. Se escuchaban movimientos en la pared detrás de él. Probablemente el hombre pelado aparecería en cualquier instante. Debía apresurarse. Inspiró una enorme bocanada de aire y salió de su escondite, replegando sus alas, controlándolas a la perfección. Cuando la vio, sus músculos se tensaron estrepitosamente y los párpados de sus ojos se estiraron en todo su diámetro. Una chica, alta, morocha, con el pelo largo y suelto, se vestía de espaldas a la ventana. Parte de su cuerpo desnudo dejó atónito al ángel. Y mientras ella parecía tararear una canción, Rafael se decidió a dejar caer la tarjeta de invitación sobre la cama de la muchacha. Sin hacer ningún ruido, sacó el papel de entre sus telas blancas y lo agitó suavemente sobre su mano, soplando levemente para darle impulso. La chica seguía sin notar la presencia de su observador en la ventana. Rafael no le quitaba los ojos de encima. En cualquier momento se podría dar vuelta y verlo. Supuso que buscaría las zapatillas que estaban a los pies de la cama. Afortunadamente, el pedazo de papel flotó y se posó sobre la almohada como una pequeña hoja en otoño, dispuesta a echarse a dormir. Sigilosamente, dio unos pasos a la derecha, agitó sus brazos para quitarse la tensión, y desapareció de la vista. Pasó junto al rosal y lo observó por última vez, preguntándose si en la próxima oportunidad lo vería florecido en todo su esplendor. Satisfecho, Rafael desplegó sus alas y se impulsó para tomar vuelo. Y de repente, una mosca salió hacia su encuentro desde algún lugar que él no se percató. El insecto rodeó el rostro y los rizos del ángel y violentamente se introdujo en su nariz. A centímetros del suelo, Rafael llevó sus manos a su rostro e intentó contener en vano un estornudo que provocó que sus alas se agitaran impetuosas. Dando una voltereta en el aire, calló sobre las rosas quejumbrosas y maltrechas. Su ala izquierda recibió un pinchazo. Sus manos empezaron a sangrar a causa del intento fallido de amortiguar la caída sobre las espinas ridículas del rosal.

-¿Papá? – la voz de la muchacha se escuchó cerca de la ventana. Estaba en problemas. Ella lo iba a ver después de todo. ¡Qué torpe había sido! Se impulsó bruscamente sin importarle el dolor. Alcanzó cierta altura cuando miró hacia abajo para darse cuenta que le chica revisaba las rosas, todas aplastadas y quebradas. No importaba ya. No lo había visto todavía. Debía volar tan rápido como le dieran las alas. Se enfocó en el horizonte. No se percató que la mosca, acompañada ahora de otras de color verde oscuro, con miles de pupilas en los ojos y alas firmes y chirriantes, iba volando cerca de él, sin perderlo de vista.

Gabriel fruncía su entrecejo, formaba puños furiosos, chirriaba los dientes mientras sus alas golpeaban el aire con la intención de provocarle dolor. En sus pensamientos, rondaban las mil millones de presiones que el ángel se permitía sentir. “Sin presiones, Arcángel, pero no pueden fallar.” “En otra vida hiciste lo mismo, hace mucho tiempo. Sería ridículo que lo echaras a perder todo ahora.” “Todo depende de vos ahora.” “No están muy bien entrenados. Yo que vos lo hago solo.” “¿Y el Maestro los deja ir así no más? Con todo lo que está pasando ahí afuera.” “¡Que absurdo sería que los vieran, ¿no?!” “Esto lo tendrían que hacer los humanos, no ustedes. No tienen ni idea de cómo tratarnos.” Todas las palabras eran como agujas clavándose en su cerebro, inyecciones de desesperación. ¿Por qué simplemente no podía confiar en que todo saldría bien? ¿Por qué siempre tenía que tener el control de todo?

- No me siento preparado, Maestro. Creo que mejor sería que lo hagan los humanos –
- ¿Qué es lo que apesadumbra tu corazón, Gabriel? –
- No confío en que vaya a salir todo de acuerdo al plan. Hay muchos detalles que no contemplo. Hay tantos cabos sueltos. Y hay, sin duda, más posibilidades de que nos vean y que todo se torne aún peor. ¿Usted cree que nos creerán? –
- Eso no lo podemos saber, como tampoco podemos controlar lo que les pase por sus sentimientos cuando encuentren su destino. –
- ¿Y si nos esperan ahí afuera? Tanto análisis…todo me parece tan inútil ahora. –
- No dejes que te invada la desesperanza, mi querido Gabriel, ni mucho menos la ansiedad. Tus alas son fuertes, al igual que las de tus compañeros. Yo decido respirar profundo y dejar que las cosas tomen el curso que tengan que tomar. Confío en vos y en cada uno de ustedes. Y sí, es verdad que sería fantástico que todo salga de acuerdo al plan, pero lo que suceda fuera de lo planeado es tal vez más hermoso y divino de lo que a veces creemos. Consideralo como una alternativa. El plan existe para guiarlos, simplemente eso. –

El Maestro tenía razón. Debía enfocarse en hacer lo que había ido a hacer. Respirando profundo, bajo un sol que apenas tenía fuerzas para provocar algo de sombra, Gabriel descendió estirando sus brazos; sus alas apuntando al cielo; la casa bajo sus pies reluciendo el tejado; y la ventana abierta de la habitación a la que él debía entrar. Sintiéndose más seguro de sí mismo, dio un respingo en medio del aire y, volteándose simétricamente sobre su eje, entró en el lugar, rozando las cortinas con algunas plumas rebeldes. Aterrizó firme pero silenciosamente sobre el suelo. En pocos segundos, recorrió la habitación con la mirada. Puerta cerrada, biblioteca, otra ventana más a la izquierda (también cerrada), un enorme guardarropa con un espejo incrustado en una de sus puertas (la del medio), otra mesa, un pedazo de sillón (no entendía muy bien qué era), zapatos, zapatillas, una alfombra, y la cama. Lo más importante estaba sobre la cama y, para su suerte, estaba durmiendo. ¿Suerte? ¿O acaso era el destino? La muchacha podría abrir los ojos en cualquier momento, podría gritar, o tal vez podría abrazarlo, acariciarlo. Se sentía tan ridículo ahora. ¿Cómo pudo llegar a pensar en algo así? Se había dejado invadir por las presiones que él mismo se generó. Ya no importaba qué pasara. Solamente tenía que asegurarse de que pasara lo mejor posible. Sus músculos se relajaron, sus mandíbulas dejaron de sentir la tensión. Se acercó a la cama. Bajo ninguna circunstancia parecía que la chica iba a despertarse. Su sueño era más que profundo. Gabriel se acercó tranquilamente sobre su almohada y colocó la invitación por debajo. Y su glamorosa fortuna se tornó un poco complicada. En ese instante, los pulmones de la muchacha parecían requerir una cantidad arrítmica de aire y mientras decidieron llenarse, ella se volteó hacia su lado izquierdo, y Gabriel tuvo que agacharse. Retirar la mano súbitamente hubiera provocado que la cabeza de la chica se moviera de forma tal que la despertara. Sin embargo, agacharse lo llevó a estar a centímetros de su cara. Mas no podía moverse con facilidad sin que ella abriera sus ojos y gritara sin lugar a dudas. Suavemente y conteniendo la respiración, el ángel se las arregló para sacar la mano de debajo de la almohada. La muchacha no se despertó. No hubo gritos. Gabriel sonrió. La relajación apareció junto con la risa. Llevándose una mano a la cabeza, suspiró y se decidió a salir volando. Puso un pie sobre el alféizar, estiró sus alas y desapareció en el arrecife azul que era el cielo en ese momento. Volaba bajo. Pensó que tal vez sería una buena idea ir a ver a sus compañeros y ayudarlos si lo necesitaban, pero en segundos recordó que era mejor dejar que ellos se encargaran de su parte. Ahora se sentía mucho más relajado, y comprendía el significado de las palabras que expresaban el simple hecho de que las cosas debían suceder tal y como eran. Voló en dirección al sur adentrándose en paisajes repletos de árboles y caminos de tierra. Un reflejo cristalino se vislumbraba a lo lejos al oeste. Los rayos del sol golpeaban las aguas del río que pasaba cerca de dónde él y los demás vivían. ¡Que hermoso era ese lugar! Sus ojos verdes captaban la esencia de la naturaleza, y por un instante se sintió completo, unificado. Bajó lentamente sobre un camino que surgía de entre los árboles y que parecía no llevar a ningún lugar. Miró en dirección al cielo y justo antes de tocar el suelo levantó la mano derecha con la palma bien abierta. El camino se transformó en la entrada a una casa. Amplia y rodeada de todo tipo de plantas, la casa parecía estar abandonada. De estilo victoriano, con varios pisos y dos grandes alas, el edificio se erguía silencioso. Gabriel pasó las rejas del jardín delantero y, justo antes de llegar a la puerta, esta se abrió y Esperanza salía a través de ella. La mujer ángel corrió a su encuentro y lo abrazó, mientras lo llenaba de besos.
- Llegaste sano y salvo. ¡Que alegría! –
- Sí, bueno. Tranquila. Estoy bien. ¿Vos cómo estás? –
- Bien, algo cansada. Me pasó algo muy raro cuando estuve cerca de él. –
- ¿Algo como qué? –
- No me pongas caras. No lo sé. Por eso digo que es raro. No he hablado con el Maestro todavía. –
- Perdón. ¿Ya llegaron los demás? –
- No, yo fui la primera. –

- Gabriel, hijo mío. –
- ¡Maestro! – Gabriel caminó al encuentro del Maestro sobre la entrada. Y a medida que se iba acercando, observaba que la expresión del hombre que tenía adelante no era de lo más gratificante. Cuando estuvo a pocos pasos, le preguntó: - Maestro, ¿pasa algo? –
- Me temo que sí. Rafael y Miguel no han vuelto todavía y tengo un leve presentimiento de que algo les pudo haber pasado. –

- ¡MESTRO! ¡ALLÁ, ARRIBA! –

El grito alarmante de Esperanza resonó en los aparentemente vacíos recovecos de la casa. En el cielo se podían ver dos figuras humanoides con alas. Una de ellas sostenía a la otra. Una de las figuras, la que aleteaba, tenía el pelo del color de la corteza de los árboles y rebelde como sus hojas en las copas. La otra no aleteaba, no producía movimiento alguno, y sus cabellos eran rubios y rizados. Sus ropas blancas presentaban manchones rojos. Gabriel alcanzó a ver cómo la mano de Miguel se estiraba con dificultad hacia el cielo mientras descendían al camino sin principio que llevaba a la casa. Sin pensarlo dos veces, tanto Esperanza como Gabriel flexionaron las rodillas y tomaron vuelo con un fuerte impulso.

- ¡¿Qué pasó?! – preguntó Gabriel mientras tomaba a un Rafael inconciente entre sus brazos.
- ¿Estás bien, Miguel? – le preguntó Esperanza mientras apoyaba una mano reconfortante sobre su hombro.
- Nos atacaron. Alguien sabía…alguien… - sentenció Miguel entre suspiros.
- ¡Imposible! – alarmó Gabriel.

domingo, 8 de junio de 2014

Reflexiones de la existencia utópica VI: inequívoca atracción



"Ojalá nunca leas esto" ruega mi mente. Y por otro lado, le pido a la casualidad que te encuentres casi accidentalmente con este texto, así me desligo de este sentir de una vez por todas. Sino escribo, muero.


El amor es egoísta. La idea de correspondencia es ridícula.


 Te vi con mis ojos por primera vez. Real y materializado en carne humana estabas sentado observando como hacía yo los gestos que el juego me requería. Vi también a la muchacha sentada en tu regazo. Supe que era mujer al escuchar su voz y percibir su pelo, mas no recuerdo su rostro, o sus expresiones, tampoco su aroma. Ella no importaba. Escuché el sonido de tus cuerdas vocales cuando en el momento indicado me desafiaste con el título de una extravagante película, la cuál orgullosamente logré representar, y aquellos compañeros pudieron adivinar. Lejos estaba yo de ver la conexión de aquel encuentro; tarde pude yo observar el hilo rojo que nos une; y ridícula fue mi actitud al imaginarme en su lugar, el de ella, en tu regazo.
Al reloj infinito no hay forma de engañarle, y con dedicación y paciencia me demostró un nuevo sentir que no iba a poder evitar: inequívoca atracción. La razón perforaba día a día mis órganos, mientras que el deseo se hacía presente en las noches y se acurrucaba debajo de la almohada; entre las sábanas pretendía penetrar mi espíritu convirtiéndose en tus brazos, tus corpulentos brazos. Y jugaban las criaturas del placer en lo recóndito de mi mente a montar una escena inesperada de caricias, besos, abrazos, hasta que, luego de la culminación del éxtasis gritando tu nombre, se enrollaba el desgraciado vacío en la imagen vivida de tu cuerpo compactado con el mío y tu respiración en mi cuello, y tus latidos en mis latidos.
Proyecté mis pensamientos al divino botón. Te acercaste más y más a mis días, a mi rutina. Empezaste a formar parte de las palabras que salían de mi boca. Mis sueños se impregnaron de tu presencia y el agua caliente en la ducha me acariciaba como los besos y abrazos (oh, tan pequeños son) que soles regalarme aún hoy, bajo la etiqueta de coleccionables figuritas en un álbum que de páginas he de llenar, por lo menos por ahora, por el tiempo que el universo decida estemos juntos. Juntos en una realidad que duele, que no me corresponde esta pasión que siento. Una realidad que se satisface con la idea de verte feliz, con el atisbo de ternura de tus sonrisas, de tus textos y palabras. ¡Oh, te haría tan feliz! Si tan sólo aprendiéramos que somos más que carne, aunque se parezcan nuestros genitales. Siento la infinita necesidad de hacerte feliz, de que nos hagamos felices, de compartir el camino con vos, de buscar otras alternativas, de chantajear a la muerte, de sonreírle a la vida.
Sólo a través de otros ojos te puedo ver hoy. Camino constantemente preguntándoles a aquellas pupilas que pueden verte desnudo, mas me lleno de envidia si mi ego es más fuerte y caprichoso, ya que las cachetadas las suministra el adulto que intenta lidiar con esta situación, y confundido irónicamente no puede educar al niño. Así es como día a día armo tu imagen, la que me gusta a mí, mientras que formo otra y te demuestro lo contrario cuando te tengo sentado en frente mío, cuál hijo primogénito del rigor.
El miedo se regocija con su presencia en mi garganta, al oprimir mi nuez de Adán, y me prohíbe, me dictamina, me restringe el urgente discurso de todo aquello que tengo para decirte, de cuán contento me ponen tus pequeñas acciones, aunque no signifiquen más que eso, y que solamente yo les dé tintes de colores rosados, naranjas, verdes, rojos. Me oprime la nuez la mano invisible del prejuicio, porque expresarte mi inmenso cariño hacia tu persona, hacia tu alma, provocaría tu inminente retirada, la falta más grande, mi expulsión de la cancha, mi bandera blanca sobre la trinchera. Terminaría de este modo la batalla constante en mi corazón: la espada se insertaría en la pared conmigo en el medio. Mi imaginación ya no se permitiría desearte, mis actitudes ya no buscarían contentarte, el sol ya no calentaría las hojas secas del otoño, y a mis ojos se verían grises, muertas, rechazas por la madre tierra en un regocijo de amor. Oh, no te escapes, amor prohibido, no rechaces la caricia, no te ridiculices al sentir calor. Nunca ha sido tan dañino el amor, como tampoco eterno. Vivamos este momento, sólo vos y yo, porque esto es de a dos, y pienso que aunque suene estúpida y ridículamente romántico e infantil, aquel álbum con tu esencia voy a guardar en el rincón más profundo de mis recuerdos, así tal vez, en otra vida, nos volvamos a encontrar y pueda sentir lo mismo, y sea al fin correspondido.