Una Guerra sin Fin
Capítulo 1
Entrega Especial a Domicilio
En el cielo comenzó todo, donde a altas horas de la mañana las fuerzas
del aire y el agua se ponían de acuerdo en cómo acomodar unas nubes blancas
como el algodón, que danzaban casi sin permiso en un escenario del color de un
arrecife. El sol, por otro lado, pronto llegaría a su punto culminante y haría
un hermoso medio día de domingo. Este hecho podría complicar las cosas, la luz
del día sería más intensa a la hora sin sombra y ellos se notarían más a los
ojos del ser humano, que por suerte ya había olvidado como mirar. Además, la
gente de estos lugares todavía conservaba una vieja tradición de domingo: se
juntaban en familia o con amigos y disfrutaban de un espléndido y abundante
almuerzo con comidas variadas, desde carne asada a la parrilla, o pastas
caseras con salsa de tomate.
Sin duda alguna, los encargos tenían que hacerse con rapidez. Gracias a
la cotidiana magia de la Madre Naturaleza, cuatro nubes algodonosas sobre el
cielo quedaron flotando débilmente. De cada una de ellas comenzaba a salir una
cabeza, y poco a poco los cuerpos surgían del interior hacia la cara superior
de la nube. Estos cuerpos parecían ser personas esbeltas, muy bien formadas y
saludables; pero tenían particularidades que no los hacían completamente
humanos. Las particularidades provenían de las espaldas, largas y anchas, como
las extremidades de los pájaros. Se podía ver a simple vista como crecían desde
los omóplatos y se movían inquietamente para obligar al aire a que recorriera
sus plumas. Al mismo tiempo, los dueños de estas particularidades estiraban los
brazos y las piernas, como haría cualquiera de ustedes luego de extensas y
placenteras horas de sueño.
Después de algunos minutos en silencio sentados sobre las nubes, el más
grande de los cuatros introdujo las manos en el vaporeo blanco y extrajo una
caja no mucho más grande que una caja de zapatos. Luego la abrió y sacó varios
objetos envueltos en una tela de color blanco oscurecido por los años. Los
objetos variaban desde un par de sandalias de estilo romano con largas y
doradas ligas para sujetarlas, un par de muñequeras brillantes como el oro, una
tiara dorada para la cabeza, hasta un collar delgado con extraños símbolos
prolijamente tallados en él.
Sin decir una sola palabra, los otros tres compañeros empezaron a
observar cómo aquel que había sacado los objetos comenzaba a ponérselos. Y
mientras este último se envolvía las caderas desnudas con la tela blanca, los
demás se decidieron a buscar sus cajas en los recovecos de las nubes.
- ¡Rápido!
No pensarán pasar todo el día ahí sentados. Hay trabajo que hacer y no tenemos
mucho tiempo- dijo el primero, quien ya estaba listo para partir.
- Tranquilo,
Gabriel. Todo está bajo control- dijo el que estaba sentado un poco más
adelante; y se entrelazaba los dedos en el pelo negro echándolo hacia atrás,
aunque éste regresaba rebelde a su forma desprolija y despeinada.
- No
subestimes tus oportunidades, Miguel. La última vez que te escuché decir eso
casi perdés un ala- afirmó una hermosa mujer, quien también tenía las
particularidades en la espalda. Su cabello de color púrpura brillaba bajo el
sol y se mecía suavemente con la brisa. Su incomparable cuerpo estaba tapado
con un vestido blanco, que también había sacado de su caja, al igual que las
sandalias romanas. Sus simétricos y acorazonados labios esbozaron una sonrisa
cómplice dirigida al cuarto de ellos, que además había sido el tercero en
terminar de vestirse: recubrió su cuerpo con la tela blanca, puso las sandalias
en sus pies, la tiara ajustada entre los rulos rubios y una tela bordada debajo
del cuello. Luego, apoyó sobre sus piernas un recipiente lleno de flechas.
Intentó estirar la cuerda del arco, mientras se divertía con la broma de la
mujer; una broma interna, por supuesto.
- ¡Ah!
Si, muy graciosos. ¿Sabes qué, Valentín? Sino fuera porque Cupido es un bebé
para los humanos, apostaría mis plumas a que nadie querría recordar el 14 de
febrero, amigo. – La sonrisa se esfumó de los labios de aquel que tenía el arco
y se dedicó a colgarse el estuche de flechas sobre su espalda. Pero para la
mujer sí fue sumamente gracioso el comentario de Miguel y no pudo evitar reír.
- No
me llamés Valentín, ese no es mi nombre, ¿te queda claro, pajarraco?- dijo el
del arco.
- No
te ofendas, Rafalito, era una broma.- dijo Miguel, mientras se paraba y sacudía
una de sus alas con las manos. – Es imposible evitar pensar en el parecido que
tenés con las pinturas humanas de Cupido. Rafael, para mí que hiciste algo mal
ese día. –
- Si
por lo menos pudiera recordar qué hice para que después me pintaran así tan… -
Pero Rafael no continuó, su expresión denotaba tranquilidad y al mismo tiempo
una bella inocencia gratificante, una verdadera inocencia que no se confunde
con la ceguera.
La
mujer volvió a reír – Ay, si serás, Rafael. ¿Acaso no se dan cuenta que los
humanos hacen lo que quieren con sus conceptos de la realidad? Fíjense sino, yo
soy un hada saltarina. – y mientras decía esto, empezó a saltar sobre la nube simulando
ser una tonta muñeca feliz que danzaba el baile del amor y la felicidad
incondicional. Y todos ahora rieron.
-
Bueno, yo ya estoy listo. Hora de partir. ¿Miguel, sabés bien a dónde tenés que
ir? – parecía ser que el primer ángel ya se había ido, pero esperó un momento
al sol para confundir la vista de los humanos con el reflejo y decidió partir,
asegurándose que los demás ya estuvieran también preparados.
-
Si, ya. Acá tengo la tarjeta.- dijo Miguel, haciendo bailar un papel en el
aire, amarrándolo con su mano. – Me falta mi espada. Gabriel, ¿la voy a buscar?
–
-
¡¿Cómo que te falta la espada?! – sentenció Gabriel, y en cuestión de segundos,
todos voltearon a mirarlo y, en unísono, sonó el llamado de atención.
-
¡MIGUEL! –
-
Ay, Miguel, cómo te vas a olvidar de algo tan importante, pajarraco. – dijo
Rafael. Mientras tanto Miguel no respondía, sólo ponía caras que asemejaban a
la de un niño cuando es regañado por algo que sabe que hizo mal. Su boca se
contorneó suavemente sobre sus dientes y la mirada se perdió bajo la nube,
volviendo a fijarla en el papel que antes sostenía en el aire y que ahora
sujetaba con sus dedos izquierdos. El papel rezaba:
Fiesta
Anual de las Fiestas Anuales: usted ha sido invitado a la conmemoración de las
fiestas que se realizan durante el año. Su presencia es muy importante, ya que
encabeza el listado de elegidos. Le rogamos su asistencia. Desde ya muchas
gracias. La recepción.
Y
del otro lado se podía ver la dirección garabateada con letras manuscritas:
Monseñor Esandi 345. Villa Regina.
-
Bueno, suficiente. – dijo Gabriel. – Escuchame, Miguel, sólo espero que no
tengas inconvenientes mayores, porque recordá que no podemos usar mucha energía
todavía. Ellos no se pueden dar cuenta. No así. – y dirigiéndose a los otros
dos – Esperanza, Rafael, ¿ustedes tienen alguna duda? ¿Está todo bien? –
-
Sí, excelente – respondió la mujer modulando una sonrisa exagerada en su boca.
-
Gabriel, yo tengo una duda – empezó a decir Rafael – ¿qué pasa si alguno de
ellos nos ve?
Esa
era la pregunta que todos querían hacer, pero que ninguno se animaba a
pronunciar en voz alta. En ese momento, las miradas se posaron en el rostro
pensativo de Gabriel. Los ojos verdes se perdieron un instante enfocados en la
nada absoluta, mientras los pensamientos se retraían al interior de su mente.
Gabriel sabía esa respuesta, pero no se había puesto a pensar antes qué tan
serio podía llegar a ser el hecho de que fueran vistos. Se imaginó una escena y
sacó conclusiones basadas en una vaga suposición, en una sola interpretación.
Entonces pronunció la respuesta y sentenció a todos al error. La ansiedad y el
miedo hicieron que perdiera el sentido y la fluidez de su misión.
- No
permitan bajo ninguna circunstancia que eso suceda. En todo caso, no les
hablen. Y sino llegaron a terminar, salgan volando tan rápido como les den las
alas. No podemos permitir que se vuelvan más incrédulos de lo que ya son. No
tenemos más tiempo.
Así
entonces, dio un salto impulsándose en el algodón blanco bajo sus pies.
Desplegó sus alas y voló en dirección al pueblo. La nube se dobló continuamente
durante un rato como una cama elástica donde alguien acababa de saltar, y luego
se dispersó evaporándose en partículas diminutas e invisibles. Gabriel cargaba
innecesariamente con la responsabilidad de que la misión saliera a la
perfección. Él sabía que los demás lo consideraban un líder. Al principio se
había dado así, él transmitía los mensajes entre unos y otros y aclaraba las
dudas dejando a los afligidos con una gratificante sensación de tranquilidad. Él
era el vocero entre los ángeles y los Maestros y eso siempre le había gustado
así. Pero esta vez era diferente. No podía transmitir tranquilidad sino tenía
él una seguridad propia. Por qué tenían que actuar así él no lo entendía, pero
no se necesitaba ser demasiado inteligente para darse cuenta de las
consecuencias que implicaría ser vistos. Se sentía raro. Ojala pudiera recordar
las épocas de antes, su existencia previa a esta vida.
Los demás ángeles imitaron a Gabriel y volaron en direcciones opuestas y
diferentes. El último en salir de la nube fue Miguel, quien volaba cansinamente
dejando caer sus piernas por debajo de su cintura. El ritmo lento de su vuelo
le provocó quedar rezagado en comparación de sus colegas, pero no presentaba signos
de querer avanzar e incrementar la velocidad del blandir de sus alas. Miguel se
dio cuenta de que se había perdido y ya era tarde para preguntarle a alguno de
los otros a dónde tenía que ir. La nube ya no estaba, por lo tanto tampoco
estaba la caja, y sin la caja no había mapa. Cerró los ojos y trató de
recordar. Imágenes borrosas de líneas y garabatos se fijaban en su retina
interna mientras exclamaba suplicas en voz alta, rogando que una especie de
milagro lo salvara de la paliza que Gabriel le podía llegar a suministrar si
algo salía mal. Había notado el estrés en los ojos verdes de Gabriel, parecía
algo no muy común en él. Pasó un buen rato. El sol ya crecía en tamaño a medida
que iba subiendo hacia la hora sin sombra, marcando el medio día en los relojes
numéricos de los humanos. Miguel había escuchado a Gabriel decir que el
pajarraco tenía suerte, que le había tocado el lugar más lindo del pueblo y que
seguro se iba a perder. Pero Miguel siempre se salía con la suya, por más
travieso o despistado que él fuera. Tomó impulso hacia arriba. Llegó tan alto
que las plumas empezaron a sentir el aire frío de la mañana y el sol apuntaba
sus rayos en posición horizontal al cuerpo del ángel. Se posó en el aire
mirando hacia abajo muy finamente, y como un águila que se prepara para captar
el movimiento de su presa, fijó la mirada en sus colegas. Vio que Esperanza
estaba muy cerca de allí. Revisando ventana por ventana, el vestido blanco de
la mujer ondeaba al mismo ritmo al que lo hacía su pelo púrpura. Miguel esbozó
una mueca que imitaba a una sonrisa, contrayendo su lado izquierdo de la cara
hacia arriba. Al parecer, él no era el único que estaba perdido, después de
todo. No encontró a los otros dos, y pensó que debería sentir un gran alivio
teniendo en cuenta que Gabriel no estaba cerca y no tendría chance de verlo y
regañarlo. Y súbitamente la vio. Sus ojos de tonos marrones anaranjados fijaron
una casa. Se encontraba a mucha distancia, rodeada de plantas que
particularmente estaban dispuestas en hileras bien separadas y ordenadas.
Claramente, eso era humano. Bajó en picada – el águila ya divisó su presa.
Miguel volaba rápido cuando se lo proponía. Esa era una de las características
que él más amaba de sí mismo. Llegó en cuestión de minutos. Allí estaba la casa,
enorme y resaltante, pintada del color de la crema. Los distintos tonos de
verde que la rodeaban provocaban que pareciera la única casa entre millones de
metros a la redonda, pero sólo era una ilusión. Había varias casas y todas
estaban separadas por grandes extensiones de plantaciones. Miguel ya había
estado antes en una chacra. De pequeño, solía arrancar manzanas de las hileras
de manzanales y comerlas frescas y jugosas como golosinas. Sin embargo, él
nunca había estado en esa chacra en particular, donde tenía una misión muy
importante que realizar. Sobrevoló en círculos mientras reducía la velocidad al
descender. Sus alas se levantaron rectas apuntando hacia lo alto del cielo y él
acompañaba el movimiento llevando los brazos sobre su cabeza. Aterrizó con un
ligero movimiento de sus blancas extremidades y se arrodilló para amortiguar el
impacto, justo delante de la puerta de entrada a la casa. Luego de erguir su
esbelta figura y retraer sus alas, miró la puerta y levantó su mano derecha
para tocarla. Pero no le fue necesario. En el instante que Miguel aterrizó, dos
enormes perros, que estaban detrás de media pared al lado de la puerta, pararon
las orejas y ampliaron sus pupilas, mientras llenaban sus pulmones y preparaban
las mandíbulas para ladrar. Los animales, furiosos, se acercaron a Miguel y lo
miraban fijamente sin dejar de mostrarle sus enormes comillos. Sorprendido, el
ángel levantó la mano izquierda con su palma abierta, al instante que sus alas
se desplegaban en un acto reflejo.
-
¡Eh! Chito. Tranquilos. Eso, así. Lindos perritos. – Automáticamente, los
perros dejaron de ladrar, ahuyentando la furia, para darle lugar a la alegría,
que, Miguel observó, se mostraba a través del movimiento de sus colas, una
negra, la otra, dorada. Y aunque se tranquilizaron, el alboroto generó otro
problema más grave: la puerta estaba siendo abierta. Sin dudarlo, Miguel dio un
saltó empujando el aire con sus plumas y dejando una brisa que escurrió los
hocicos de las mascotas. Se posó suavemente sobre el borde del techo, justo
debajo de la puerta, la cual, para ese momento, ya estaba abierta y alguien
comenzaba a salir a través de ella.
-
¿Qué pasa, lindas? – un muchacho delgado, pelo corto y enrulado desprolijamente
y vestido con ropas de verano, se arrodilló junto a sus mascotas, las cuales,
extrañamente, estaban apoyadas en la pared con sus patas delanteras y mirando
hacia arriba, hacia el techo. El muchacho, con las cejas fruncidas, subió su
mirada, ridículamente pensando en lo que estaba haciendo. Pero Miguel había
dejado de observarlo, y con el corazón en la boca se apoyó sobre las tejas
calientes tratando de hacer el menor ruido posible.
-
¡Vamos! Vayan a jugar. – El muchacho acarició a sus perras en forma de
despedida y se dirigió hacia el interior de la casa. Miguel esperó un momento y
luego volvió a mirar cuidadosamente todo el perímetro de la casa, las
ubicaciones de las ventanas, puertas, chimeneas; no recordaba absolutamente
nada de lo que Gabriel le había mencionado de ese lugar. Nada. Frunció el
entrecejo y dejó escapar un suspiro que contenía el estrés del momento
anterior. La frustración se estaba apoderando de él. Las ansiedades generaron
malas ideas en su cabeza: si el muchacho lo veía, luego todos creerían que
enloqueció, lo encerrarían, o la
Iglesia lo buscaría y lo quemarían públicamente por hereje,
al igual que antaño en aquella época, con las mujeres… ¡Pero qué barbaridades
estaba pensando! ¡Ni siquiera recodaba haber vivido en esa época! Debía
calmarse. Meditar los pasos a seguir. Revoleó un poco su cabeza para alejar
esos pensamientos oscuros y tomó una abundante bocanada de aire. Entonces, otro
pensamiento tuvo lugar. La puerta no estaba cerrada. El muchacho nunca la
cerró, porque no se escuchó ningún sonido. Su mente se estaba agudizando y su
intuición le dijo qué hacer. Miguel bajó con otro salto y esta vez las perras
no ladraron, solamente lo miraron a los ojos, mientras él les decía con el
índice entre los labios que no hicieran ruido. Efectivamente, la entrada estaba
libre y se podía ver el interior. Una mesa, sillas, muebles por ahí, por allá.
Otra puerta cerrada hacia la derecha parecía llevar a la otra parte de la casa,
a las habitaciones. Miguel entró. Lentamente y con sus alas plegadas se
adelantó hasta llegar a esa puerta. Se decidió a abrirla.
-
¡HEY! – La voz de un muchacho se escuchó desde atrás, a una distancia
desafortunadamente cercana. Miguel miró en dirección a la voz y se encontró con
un joven estupefacto, pálido, al borde del pánico y con los puños cerrados. ¡OH
NO! Sus alas otra vez se movieron por acto reflejo y golpearon todo alrededor,
derribando adornos y rompiendo vidrios. Miguel cerró la puerta detrás de él,
corrió por un pasillo largo, miró hacia a un lado, una puerta, otra más, las
ventanas. ¿Dónde estaban las ventanas? Sintió una ráfaga de aire salir de una
habitación, y entonces, entró. La ventana estaba abierta. Había un niño
durmiendo, la otra cama estaba vacía. Se había dispuesto a saltar cuando de las
telas que cubrían su cadera se desprendió un pequeño papel. Lo vio caer. La
invitación, la misión no iba a cumplirse. Tuvo una idea, espelúznate al
principio, arriesgada, pero era una idea al fin. Tomo el papel y lo colocó
sobre la cama vacía. En ese mismo instante, el muchacho entró en la habitación.
Sostenía un palo en una mano con el cual se dispuso a golpear a Miguel, pero la
mirada del ángel lo detuvo, dejándolo boquiabierto.
-
Confiá en mí. – dijo Miguel, y abriendo sus protuberantes alas blancas, salió
volando por la ventana.
…
La
última vez que Miguel vio a Esperanza desde el cielo, estaba revisando ventana
por ventana arriesgándose no sólo a que la viera el muchacho a quien ella debía
entregar la invitación, sino también a que toda la gente del barrio supiera que
un ángel estaba sobrevolando sus casas. Ya no era la época clasicista del
mundo, y justamente no pintarían cuadros acerca de su esbelta figura. La
examinarían con aparatos para saber por qué tenía alas y cómo hacía para volar,
luego la exhibirían para un publico que pagaría fortuna para verla y pedirle
milagros mágico que no existen. No. Debía tener más cuidado. Aunque estaba
exagerando un poco, Esperanza sabía que no sería fácil si el muchacho la veía.
Se había dejado apoderar por la preocupación de Gabriel. ¡Pero que sonso era!
¿Por qué simplemente no habló con ella? Lo amaba con todo su corazón, y le
dolía tanto ver sus ojos verdes ensombrecidos por el drama y la falta de
confianza. Sabía que una buena actitud cambiaría el curso de los hechos. Sin
embargo, este era el momento, no se podía esperar más. Habían sido criados para
esto. La hora de la verdad. Debía tomarse la misión muy en serio. Entonces, se
elevó un poco más y observó el lugar. La casa tenía que ser esa de tejas
prolijamente pulidas y colocadas a la perfección. Bajó a la ventana que daba al
jardín delantero, como lo explicaba la descripción que le dio Gabriel. En
efecto, esa era la indicada. Afortunadamente, alguien había abierto ambas alas
de la ventana para dejar entrar la luz del sol, cálida y brillante, como suele
ser en verano un domingo por la mañana. La casa era alta. Esperanza tuvo que
planear dando cortos pero potentes impulsos con sus suaves alas emplumadas, y
así pudo pispiar el interior de la habitación. No era un ambiente muy amplio,
tampoco presentaba mucha cantidad de muebles, pero sí alcanzó a ver que las
paredes estaban recubiertas de gigantografías de estrellas del básquet, bandas
musicales de rock, entre otros. El desorden se apreciaba en todas las esquinas
del cuarto. Una pequeña sonrisa esbozó Esperanza que contorneó sus labios
acorazonados. Ese muchacho era el indicado. Él tenía que ser uno de ellos, sin
duda alguna. Y mientras pensaba, felizmente se decidió a entrar, una pierna
primero, luego la otra, giró la cabeza y lo vio. Por suerte, Esperanza tenía
más control sobre las reacciones impulsivas de sus alas. Había entrenado mucho
para este momento. Hubiera sido muy diferente si Miguel, ella pensaba, hubiera
estado allí parado. Inevitablemente lo habrían descubierto. Pero el muchacho
solamente estaba durmiendo y ella se contuvo de salir volando. Con las manos en
la boca, se acercó a la cama. El adolescente estaba profunda y revoltosamente
dormido. Con la boca abierta y baba en la almohada, parecía ser imposible de
despertar. Era muy guapo. Las facciones de su cara hacían simetría entre sí. La
nariz acompañaba el hermoso perfil, y los labios provocaban pensar en cómo los
movería al hablar, y cómo reflejaría las facetas de su contento en una sonrisa.
De un momento a otro, Esperanza se percató de que se estaba acercando demasiado
y se sintió incómoda, a medida que sus mejillas revelaban el pudor con un tono
rojizo y unos ojos quisquillosos buscaban mirar hacia otro sector. Observó las
imágenes en la pared. Ella ya sabía que el muchacho era un jugador de básquet,
lo había anotado en su registro hace ya unos años. Se sorprendió al ver una
fotografía de una chica en la tapa de una revista cortada y pegada en la
puerta, la cual estaba cerrada por el momento. La actriz o modelo, sentada en
una hamaca con las piernas estiradas, se parecía mucho a ella. Le disgustó un
poco ver que estaba casi desnuda. Debajo, en garabatos hechos en una superficie
inestable, se leía una frase predecible según el contexto: sos perfecta.
Esperanza no entendía bien el anhelo físico de los humanos. Gabriel le explicó
que ellos como ángeles están viviendo experiencias nuevas, pero la confusión
nublaba sus pensamientos cuando pensaba en la vergüenza que sienten los humanos
al desnudarse. Simplemente no entendía por qué. En ese instante de reflexión,
el picaporte de la puerta comenzó a moverse, y la adrenalina se convirtió en el
único líquido que recorría la sangre del ángel. Uno, dos, y afuera. Alcanzó a
saltar justo a tiempo, cuando la puerta se abrió y una mujer entró por ella.
-
¡Mauro! ¡Son las once de la mañana! ¿Pensás levantarte? – Esperanza escuchaba a
la mujer mientras se escondía detrás de la ventana. Un quejido, un
insignificante lamento, y un soplido de disgusto.
-
Mamá, un rato más… - Esperanza escuchó que el muchacho le decía
quejumbrosamente a su madre.
-
No, hijo. Levantate. En cualquier momento viene Mercedes. –
-
Pero si hoy es domingo. –
-
Sí, bueno, quiero la casa limpia para esta noche. No todos los días tenés a
gente tan importante de invitados en tu casa, Mauro, así que levantate. Necesito
que te encargues de algunos mandados. –
-
¿Algún día vas a dejar de torturar a esa pobre mujer? – La madre no emitió
respuesta.
-
Bien, pero me llevo el auto de papá. – dijo Mauro
-
Volvés en una hora entonces. – Y Esperanza escuchó la puerta cerrarse. El
muchacho dijo algo en voz baja, volviendo a quejarse, pero no se entendió bien
qué le molestaba. Luego, se escuchaban ruidos de puertas, golpes secos contra
el suelo, otro pequeño ruido metálico, probablemente llaves, luego la puerta
abrirse y cerrarse una vez más, y por último el silencio, ese que indica la
ausencia física de personas. Era el momento indicado. Esperanza se movió
lentamente, acercando la cabeza contra el borde de la ventana, asegurándose que
realmente no hubiera nadie. Subió y con un pequeño brinco se metió nuevamente
en la habitación. Un tornado parecía haber pasado durante los diez minutos que
ella estuvo flotando afuera. El muchacho había hecho más desorden del que había
cuando dormía. Con mucho cuidado para no trastabillar y caerse, Esperanza se
acercó al borde de la cama y colocó la tarjeta sobre la almohada. Luego, un
gran suspiro tuvo lugar en sus pulmones, haciéndola sentir satisfecha,
relajada. Había cumplido su misión. Se sentó unos minutos en el borde de la
cama, le hecho otra mirada a la habitación y se decidió a irse. En el momento
cuando desplegó sus alas, al borde la de ventana, como una inmensa ave
celestial, un auto salía del garaje más abajo en el jardín delantero. En el
automóvil iba el muchacho, Mauro, repasando en su mente los mandados que le
había pedido su madre, dándole de este modo cero importancia al reflejo de la
sombra que atravesó el parabrisas. La sombra de un ángel. Su ángel.
…
Un
día más que pasara y seguramente Rafael se sentiría aún más nervioso. Para ser
el ángel más sabio de los cuatro, era extraño en él que la inseguridad se
apoderada de su mente y que la ansiedad manejara los movimientos de su cuerpo.
No era la primera vez que se encontraba con humanos, aunque su primera
experiencia lo remontaba a una situación no muy placentera ya superada, ó eso
creía. Tendría alrededor de 6 o 7 años humanos, jugaba con los libros de la
biblioteca, había sacado uno que a él tanto le gustaba, ese que tenía la tapa
amarilla llena de figuras humanoides entrelazadas flotando en un círculo de
nubes de un gris oscuro. La luz del sol entraba brillante y espléndida por los
pequeños cuadrados de vidrio que formaban el ventanal que apuntaba al oeste. La
tarde caía cansinamente sobre la vegetación del patio de invierno. Afuera,
Gabriel empujaba a Miguel sobre el pasto, mientras intentaba arrancarle una
pelota de las manos. ¡Que tontos le parecían! Ellos no entendían lo que era
mirar las imágenes de ese libro, no comprenderían nunca lo que se sentía
dejarse llenar las pupilas con la imaginación, proyectando imágenes dentro de
la cabeza, mientras que en el estómago bajaban manantiales de aguas puras y
limpias, provocando la exaltación de su sentir. Pero el regocijo se transformó en
el sentimiento opuesto en el momento cuando la puerta de la biblioteca se
cerró. Rafael miró en dirección a la enorme entrada, pero sus ojos se habían
cegado con tanta luz reflejada en las páginas del libro y sólo veía extraños
reflejos mientras su nervio óptico intentaba enfocar la silueta que se acercaba.
Para desgracia del pequeño ángel, sus ojos nunca se acostumbraron a la penumbra
de la habitación, repleta de estantes y libros que no hacían más que hacer
silencio constantemente. Una mano tapó su rostro, su boca. Otra lo levantó
desde el cuello y luego lo soltó, no para darle respiro sino para arrancarle
bruscamente las telas blancas que cubrían su cuerpecito. El libro golpeó contra
el suelo cuando su cara lo empujó desde la mesa. La mano ahora ejercía fuerza
sobre su cabeza, aplastando sus rizos dorados. Los nervios del rostro estaban
contraídos, y el grito le dio lugar a las lágrimas afortunadamente justo a
tiempo, o tal vez no por fortuna, sino por causalidad. Otro portazo se escuchó
a lo lejos. Un grito más fuerte aún. Las manos lo soltaron y el pequeño Rafael
no escuchaba más que su llanto, hasta que una voz, esa voz que había escuchado
al nacer, la primera voz en la
Tierra, hizo retumbar su pecho, suavizó sus oídos y apaciguó
su respiración. Luego de 20 años, y con la ayuda de muchos Maestros, Rafael
daba por superada esa situación. Y volando sobre el arrecife que era el cielo
ese domingo, no entendía por qué razón su mente había revivido esa vivencia
oscura. Tal vez los nervios le jugaban en contra. Seguramente, la influencia de
Gabriel perjudicó su armonía. ¿Desde cuando Gabriel no estaba seguro con lo que
hacía? Nunca había visto dudar a ese ángel como lo hizo hace unos momentos. Un
pensamiento inadecuado ensombreció la misión de Gabriel. Ojalá salga todo bien,
pensaba.
A lo
lejos vislumbró la casa. La zona que le había tocado a él era más céntrica,
mucho más poblada que la zona que le tocaba a Miguel. ¡Que suertudo el
pajarraco! Una sonrisa apareció en los labios de Rafael. Sus rizos dorados
brillaban con la luz radiante del sol matutino del verano. Si cualquiera de
nosotros hubiera podido verlos en ese momento,
habríamos pensado que estaban hechos de oro, pulido y tallado finamente.
Pero ningún humano tuvo la oportunidad de ver algo tan hermoso. Rafael llegó
justo a tiempo aterrizando sobre el techo plano, sin tejas. La casa era
bastante peculiar. Su forma cuadrada se alargaba perpendicular a la vereda,
dándole lugar a un patio delantero amplio y extenso que pintaba de colores la
vista desde el portón. Rafael revisó el mapa. Tenía todo bajo control. Se había
preparado teniendo en cuenta las sugerencias de Gabriel. La cantimplora estaba
llena de agua de la fuente. El carcaj cargado con 20 flechas afiladas la noche
anterior. El arco tensado. La vestimenta hacía que todo fuera más liviano y
cómodo. Sus rulos se mantenían tiesos con la tiara que rodeaba su cabeza, así
no le molestaban al volar. Y cuando apoyó el mapa sobre la superficie más plana
del techo, la brisa sacudió las telas que cubrían sus caderas, justo cuando se
arrodillaba y observaba dónde había aterrizado. La habitación. Ese era el
lugar. Inclinó su cabeza para husmear por el borde. La ventana estaba cerrada.
No era inconveniente alguno, solamente debía llamar la atención de los humanos
que vivían ahí sin que la chica lo notara. Observó que debajo, sobre el césped
que cubría el suelo a la izquierda de la habitación, había un pequeño rosal con
algunos pimpollos haciendo fuerza por crecer y florecer. Entonces, Rafael supo
que hacer. Parecía que había sido idea de las plantas y que estas, con sus
orgullosas espinas, le indicaban paso por paso cómo debía proceder. Había una
canilla que salía de la tierra no muy lejos de ahí, y como en la mayoría de las
casas de esos lugares, había una manguera que serpenteaba casi todo el ancho
del patio para terminar con su boca apuntando al rosal. Rafael giró el grifo
unas tres veces y fue a buscar el extremo por donde salía el agua. Luego, lo
puso sobre el borde de la ventana y, sigilosamente, dio un salto hacia el
techo. Desde arriba, observó y esperó. Creyó escuchar el movimiento de las
hojas de las rosas pidiendo agua como si fueran pequeños gritos de
desesperación.
- Lo
siento – les susurró – después pongo la manguera en su lugar.
Ya habían pasado unos minutos, pero no se
escuchaba nada más que el agua correr y chapotear contra el suelo cubierto de
baldosas café. Rafael se dispuso a estudiar el mapa de la ciudad, calculando la
distancia a la que estarían sus compañeros, por lo visto Miguel iba a tener que
aletear unas cuantas veces. Unas moscas atrevidas se posaron en el ala
izquierda del ángel, provocando que esta se moviera como la oreja de un gato
cuando, al dormir, quiere espantar los molestos insectos voladores. El calor
empezaba a brotar del cemento, y Rafael sentía que pronto empezaría a sudar.
Pasaba el tiempo y no había reacción de los humanos. Más moscas empezaron a
pulular cerca de él atraídas tal vez por los rizos dorados.
-
Fuera, bichos – les espetó, moviendo bruscamente la mano para espantarlas –
porque no van a molestar a otra parte.
En
ese momento, un puerta se escuchó no muy lejos a la derecha. Rafael se agachó y
observó cómo un hombre grande y corpulento avanzaba hacía donde estaba la
canilla. El hombre, calvo y de piel color café, como las baldosas, siguió el
rastro de la manguera y, modulando palabras que expresaban quejas, revoleó el extremo
que escupía el agua hacia los rosales. Las rosas brincaron de alegría con el
golpe súbito de agua.
-
¡Belén! ¡Abrí la ventana, che! ¡Se está inundando todo! – gritó - ¿quién dejó
la canilla abierta? ¿Cuántas veces les dije que no rieguen desde la ventana? Si
serán… - y otras palabras quejumbrosas salieron de su boca. Rafael en el techo
se regocijaba al ver que todo sucedía de acuerdo a lo planeado, hasta las rosas
habían recibido su cuota merecida de agua. El chirrido de las bisagras mezclado
con el apaciguante sonido del chapoteo le dio a entender a Rafael que la
ventana había sido abierta. Era sólo un movimiento más. Un brinco y ya estaba
abajo, detrás del postigo marrón con una flor de Liz tallada en el medio. Se
escuchaban movimientos en la pared detrás de él. Probablemente el hombre pelado
aparecería en cualquier instante. Debía apresurarse. Inspiró una enorme
bocanada de aire y salió de su escondite, replegando sus alas, controlándolas a
la perfección. Cuando la vio, sus músculos se tensaron estrepitosamente y los
párpados de sus ojos se estiraron en todo su diámetro. Una chica, alta,
morocha, con el pelo largo y suelto, se vestía de espaldas a la ventana. Parte
de su cuerpo desnudo dejó atónito al ángel. Y mientras ella parecía tararear
una canción, Rafael se decidió a dejar caer la tarjeta de invitación sobre la
cama de la muchacha. Sin hacer ningún ruido, sacó el papel de entre sus telas
blancas y lo agitó suavemente sobre su mano, soplando levemente para darle
impulso. La chica seguía sin notar la presencia de su observador en la ventana.
Rafael no le quitaba los ojos de encima. En cualquier momento se podría dar
vuelta y verlo. Supuso que buscaría las zapatillas que estaban a los pies de la
cama. Afortunadamente, el pedazo de papel flotó y se posó sobre la almohada
como una pequeña hoja en otoño, dispuesta a echarse a dormir. Sigilosamente,
dio unos pasos a la derecha, agitó sus brazos para quitarse la tensión, y
desapareció de la vista. Pasó junto al rosal y lo observó por última vez,
preguntándose si en la próxima oportunidad lo vería florecido en todo su
esplendor. Satisfecho, Rafael desplegó sus alas y se impulsó para tomar vuelo.
Y de repente, una mosca salió hacia su encuentro desde algún lugar que él no se
percató. El insecto rodeó el rostro y los rizos del ángel y violentamente se
introdujo en su nariz. A centímetros del suelo, Rafael llevó sus manos a su
rostro e intentó contener en vano un estornudo que provocó que sus alas se
agitaran impetuosas. Dando una voltereta en el aire, calló sobre las rosas
quejumbrosas y maltrechas. Su ala izquierda recibió un pinchazo. Sus manos
empezaron a sangrar a causa del intento fallido de amortiguar la caída sobre
las espinas ridículas del rosal.
-¿Papá?
– la voz de la muchacha se escuchó cerca de la ventana. Estaba en problemas.
Ella lo iba a ver después de todo. ¡Qué torpe había sido! Se impulsó
bruscamente sin importarle el dolor. Alcanzó cierta altura cuando miró hacia
abajo para darse cuenta que le chica revisaba las rosas, todas aplastadas y
quebradas. No importaba ya. No lo había visto todavía. Debía volar tan rápido
como le dieran las alas. Se enfocó en el horizonte. No se percató que la mosca,
acompañada ahora de otras de color verde oscuro, con miles de pupilas en los
ojos y alas firmes y chirriantes, iba volando cerca de él, sin perderlo de
vista.
…
Gabriel
fruncía su entrecejo, formaba puños furiosos, chirriaba los dientes mientras
sus alas golpeaban el aire con la intención de provocarle dolor. En sus
pensamientos, rondaban las mil millones de presiones que el ángel se permitía
sentir. “Sin presiones, Arcángel, pero no pueden fallar.” “En otra vida hiciste
lo mismo, hace mucho tiempo. Sería ridículo que lo echaras a perder todo
ahora.” “Todo depende de vos ahora.” “No están muy bien entrenados. Yo que vos
lo hago solo.” “¿Y el Maestro los deja ir así no más? Con todo lo que está
pasando ahí afuera.” “¡Que absurdo sería que los vieran, ¿no?!” “Esto lo
tendrían que hacer los humanos, no ustedes. No tienen ni idea de cómo
tratarnos.” Todas las palabras eran como agujas clavándose en su cerebro,
inyecciones de desesperación. ¿Por qué simplemente no podía confiar en que todo
saldría bien? ¿Por qué siempre tenía que tener el control de todo?
- No
me siento preparado, Maestro. Creo que mejor sería que lo hagan los humanos –
-
¿Qué es lo que apesadumbra tu corazón, Gabriel? –
- No
confío en que vaya a salir todo de acuerdo al plan. Hay muchos detalles que no
contemplo. Hay tantos cabos sueltos. Y hay, sin duda, más posibilidades de que
nos vean y que todo se torne aún peor. ¿Usted cree que nos creerán? –
-
Eso no lo podemos saber, como tampoco podemos controlar lo que les pase por sus
sentimientos cuando encuentren su destino. –
- ¿Y
si nos esperan ahí afuera? Tanto análisis…todo me parece tan inútil ahora. –
- No
dejes que te invada la desesperanza, mi querido Gabriel, ni mucho menos la
ansiedad. Tus alas son fuertes, al igual que las de tus compañeros. Yo decido
respirar profundo y dejar que las cosas tomen el curso que tengan que tomar.
Confío en vos y en cada uno de ustedes. Y sí, es verdad que sería fantástico
que todo salga de acuerdo al plan, pero lo que suceda fuera de lo planeado es
tal vez más hermoso y divino de lo que a veces creemos. Consideralo como una
alternativa. El plan existe para guiarlos, simplemente eso. –
El
Maestro tenía razón. Debía enfocarse en hacer lo que había ido a hacer.
Respirando profundo, bajo un sol que apenas tenía fuerzas para provocar algo de
sombra, Gabriel descendió estirando sus brazos; sus alas apuntando al cielo; la
casa bajo sus pies reluciendo el tejado; y la ventana abierta de la habitación
a la que él debía entrar. Sintiéndose más seguro de sí mismo, dio un respingo
en medio del aire y, volteándose simétricamente sobre su eje, entró en el
lugar, rozando las cortinas con algunas plumas rebeldes. Aterrizó firme pero
silenciosamente sobre el suelo. En pocos segundos, recorrió la habitación con
la mirada. Puerta cerrada, biblioteca, otra ventana más a la izquierda (también
cerrada), un enorme guardarropa con un espejo incrustado en una de sus puertas
(la del medio), otra mesa, un pedazo de sillón (no entendía muy bien qué era),
zapatos, zapatillas, una alfombra, y la cama. Lo más importante estaba sobre la
cama y, para su suerte, estaba durmiendo. ¿Suerte? ¿O acaso era el destino? La
muchacha podría abrir los ojos en cualquier momento, podría gritar, o tal vez
podría abrazarlo, acariciarlo. Se sentía tan ridículo ahora. ¿Cómo pudo llegar
a pensar en algo así? Se había dejado invadir por las presiones que él mismo se
generó. Ya no importaba qué pasara. Solamente tenía que asegurarse de que
pasara lo mejor posible. Sus músculos se relajaron, sus mandíbulas dejaron de
sentir la tensión. Se acercó a la cama. Bajo ninguna circunstancia parecía que
la chica iba a despertarse. Su sueño era más que profundo. Gabriel se acercó
tranquilamente sobre su almohada y colocó la invitación por debajo. Y su
glamorosa fortuna se tornó un poco complicada. En ese instante, los pulmones de
la muchacha parecían requerir una cantidad arrítmica de aire y mientras decidieron
llenarse, ella se volteó hacia su lado izquierdo, y Gabriel tuvo que agacharse.
Retirar la mano súbitamente hubiera provocado que la cabeza de la chica se
moviera de forma tal que la despertara. Sin embargo, agacharse lo llevó a estar
a centímetros de su cara. Mas no podía moverse con facilidad sin que ella
abriera sus ojos y gritara sin lugar a dudas. Suavemente y conteniendo la
respiración, el ángel se las arregló para sacar la mano de debajo de la
almohada. La muchacha no se despertó. No hubo gritos. Gabriel sonrió. La
relajación apareció junto con la risa. Llevándose una mano a la cabeza, suspiró
y se decidió a salir volando. Puso un pie sobre el alféizar, estiró sus alas y
desapareció en el arrecife azul que era el cielo en ese momento. Volaba bajo.
Pensó que tal vez sería una buena idea ir a ver a sus compañeros y ayudarlos si
lo necesitaban, pero en segundos recordó que era mejor dejar que ellos se
encargaran de su parte. Ahora se sentía mucho más relajado, y comprendía el
significado de las palabras que expresaban el simple hecho de que las cosas debían
suceder tal y como eran. Voló en dirección al sur adentrándose en paisajes
repletos de árboles y caminos de tierra. Un reflejo cristalino se vislumbraba a
lo lejos al oeste. Los rayos del sol golpeaban las aguas del río que pasaba
cerca de dónde él y los demás vivían. ¡Que hermoso era ese lugar! Sus ojos
verdes captaban la esencia de la naturaleza, y por un instante se sintió
completo, unificado. Bajó lentamente sobre un camino que surgía de entre los
árboles y que parecía no llevar a ningún lugar. Miró en dirección al cielo y
justo antes de tocar el suelo levantó la mano derecha con la palma bien
abierta. El camino se transformó en la entrada a una casa. Amplia y rodeada de
todo tipo de plantas, la casa parecía estar abandonada. De estilo victoriano,
con varios pisos y dos grandes alas, el edificio se erguía silencioso. Gabriel
pasó las rejas del jardín delantero y, justo antes de llegar a la puerta, esta
se abrió y Esperanza salía a través de ella. La mujer ángel corrió a su
encuentro y lo abrazó, mientras lo llenaba de besos.
-
Llegaste sano y salvo. ¡Que alegría! –
-
Sí, bueno. Tranquila. Estoy bien. ¿Vos cómo estás? –
-
Bien, algo cansada. Me pasó algo muy raro cuando estuve cerca de él. –
-
¿Algo como qué? –
- No
me pongas caras. No lo sé. Por eso digo que es raro. No he hablado con el
Maestro todavía. –
-
Perdón. ¿Ya llegaron los demás? –
-
No, yo fui la primera. –
-
Gabriel, hijo mío. –
-
¡Maestro! – Gabriel caminó al encuentro del Maestro sobre la entrada. Y a
medida que se iba acercando, observaba que la expresión del hombre que tenía
adelante no era de lo más gratificante. Cuando estuvo a pocos pasos, le preguntó:
- Maestro, ¿pasa algo? –
- Me
temo que sí. Rafael y Miguel no han vuelto todavía y tengo un leve
presentimiento de que algo les pudo haber pasado. –
-
¡MESTRO! ¡ALLÁ, ARRIBA! –
El
grito alarmante de Esperanza resonó en los aparentemente vacíos recovecos de la
casa. En el cielo se podían ver dos figuras humanoides con alas. Una de ellas
sostenía a la otra. Una de las figuras, la que aleteaba, tenía el pelo del
color de la corteza de los árboles y rebelde como sus hojas en las copas. La
otra no aleteaba, no producía movimiento alguno, y sus cabellos eran rubios y
rizados. Sus ropas blancas presentaban manchones rojos. Gabriel alcanzó a ver
cómo la mano de Miguel se estiraba con dificultad hacia el cielo mientras
descendían al camino sin principio que llevaba a la casa. Sin pensarlo dos
veces, tanto Esperanza como Gabriel flexionaron las rodillas y tomaron vuelo
con un fuerte impulso.
-
¡¿Qué pasó?! – preguntó Gabriel mientras tomaba a un Rafael inconciente entre
sus brazos.
- ¿Estás
bien, Miguel? – le preguntó Esperanza mientras apoyaba una mano reconfortante
sobre su hombro.
-
Nos atacaron. Alguien sabía…alguien… - sentenció Miguel entre suspiros.
-
¡Imposible! – alarmó Gabriel.