Esto fue lo que me dijo Pablo el día de ayer, cuando nos cruzamos en la ciudad de Patas para Arriba que está del otro lado del espejo. Desde el dolor por la falta de comprensión de una modernidad en la cuál todavía no sé cómo vivir, les presento la historia de este personaje y su cambio de perspectiva sobre el mundo, después de que le cortaran su otra mitad.
Esperando el colectivo (agradezco al/a la fotógraf@, sea quien sea) |
I
Juan caminaba por la avenida principal de su ciudad,
vasta de los objetos con los que él crecía, no sólo viéndolos pero también
observándolos. Juan, él pensaba. Pensaba qué tan común era su nombre; tantas
veces repetido en cientos de personas. ¿Pero se sentía Juan un hombre común?
¿Tenía él idea de todo el poder, de toda la energía que poseía? ¿Acaso no se
había dado cuenta de lo especial que era, tanto e igualmente como cada ser
humano en la tierra? Lo que si era seguro es que la mente de Juan absorbía la
realidad de otra manera. Y no justamente porque haya consumido drogas alguna
vez, sino porque Juan amaba la vida, era un fanático de vivir, un enfermo de
experimentar. Había tantos como Juan ahí afuera, tantas almas sin despertar,
dormidas por miedos y enojos. ¿Y qué hacía Juan para no quedarse de brazos
cruzados, piernas cruzadas, mente cruzada y hacer algo al respecto de esas
almas? Porque no esta de más decir que Juan había nacido para despertar y hacer
despertar otras almas. Eso hacía Juan, caminaba por la avenida de su ciudad
natal, observando. Por momentos sentía dolor, angustia, desesperación. A veces
se sorprendía de percibir alegrías inesperadas, pero tristemente opacadas y
oscurecidas por el miedo; el odio generado por un enojo sin parámetros. Y ese
día que él caminaba, veía, olía y escudriñaba, Juan encontró a un hombre
sentado en la parada del colectivo al otro lado de la calle. El hombre vestía
un pantalón de vestir azulado, zapatos negros; tenía un saco colgado en su
brazo derecho que mostraba el cansancio de un arduo día de trabajo. Su camisa
ya estaba arrugada para la hora del día que era. El hombre se desarreglaba el
pelo con la mano, mientras su rostro expresaba la sensación de buscar
desestresarse, con las cejas contraídas y los labios entumecidos. Parecía que
el hombre pretendiera arrancar sus pensamientos como si fueran pequeñas
liendres escondidas en su cuero cabelludo.
Juan pensó, largo rato pensó. Pensó que el hombre
sin nombre sentado en espera de un colectivo que iba a llegar tarde era no
menos que la mismísima representación del capitalismo. Cruelmente, ese hombre
lo era. Y lo fue con Juan cuando éste, cegado plácidamente por las ganas de
ayudar, se sentó al lado del hombre de traje. A Juan le habían dicho; él había
escuchado esa voz que sale siempre de ningún lugar y muere en su mente. Juan,
lo tenés que dejar salir. No podía aguantar más esas ganas que le quemaban como
el fuego quema la gramilla seca que se ve en los campos en invierno. ¿Qué frenaba
a Juan? ¿Qué te frenaba, amor del alma? ¿A qué le tenés miedo? Y sin dudarlo,
sin casi saber lo que estaba haciendo pero teniendo en claro que lo estaba
disfrutando, Juan abrazó al hombre y lo besó en la mejilla, y luego lo volvió a
abrazar, quedándose en ese instante, el tiempo detenido, el aire estancado, la
tierra en stop y la energía que pasaba a través de él hacia el hombre. El
hombre sorprendió a Juan con su reacción, lo empujó con mucha fuerza contra el
extremo opuesto de la garita. El dolor recorrió el cuerpo de Juan, su columna
recibió gran parte del impacto, pero él sentía muchas puntadas en su estómago.
No entendía muy bien si le habían dado ganas de vomitar o qué. Pero luego se
dio cuenta de que había sido el hombre que le había asestado su mejor oferta de
golpes en la boca del estómago. ¡Que extraño había sido todo! Se había dado
cuenta de qué tan golpeado estaba cuando escuchó al hombre gritar frases con
palabras casi ilegibles “…que hijo de…” “Que marica de mier…” “Puto” “¡PUTO!”
Así, diciendo barbaridades, el hombre se fue con el paso acelerado.
Y entonces así Juan vio su destino
tal cual era. Su misión en este mundo y el karma que debería curar. Tan clara
fue la visión que pretendía tocarla con las manos y agarrar lo que su espíritu
percibía, mientras su cuerpo se destruía y su boca se tornaba caliente con
sabor a clavos oxidados. Pero no era una época para Juan. No, no lo era. Él
debía volver luego, más tarde. Su círculo ya se había cerrado. Pero para volver
debía tener otra deuda. ¿Cómo hacía? Los golpes ahora tenían su repertorio
físico. ¡Qué incómodos eran! Y allí aparecieron esas personas sin rostros, con
capuchas en la cabeza, sin vida, sin identidad. Y a Juan una vez más le habló
la voz desde adentro y él entendió. Las lágrimas empezaron a correr
inevitablemente bordeando los surcos perfectos que formaban su nariz. Entendió
que tenía que dejarla, a ella, sola otra vez, aunque sola físicamente, pero así
cerraría su círculo; él lo entendía sin prejuicios, sin remordimientos, sólo
así. Las personas se acercaron, frágiles seres humanos de almas corrompidas. Se
acercaron y Juan se fue.
II
Pablo había salido temprano de su casa esa mañana.
Harto de fingir que todo en su vida estaba bien, había decidido no saludar a su
mujer con un típico y vacío “buen día” cuando se levantó de la cama.
Últimamente, Pablo se sentía como la planta que estaba cerca de la ventana
grasienta y sucia de la cocina: ahogado de mugre, con ganas de respirar y
sentir como el sol le quemaba la cara. Pero estaba seguro de que ese día iba a
ser tal cual a los demás que habían pasado, aburridos, simples,
incomprensibles, insípidos. ¿Dónde estaba esa sensación que tenía antes cuando
era más joven? Ese sentimiento que le provocaban ganas de salir corriendo
avenida abajo, gritando desaforadamente como un enfermo hasta que sus pulmones
se quedaran sin aire. Pablo estaba muriendo lentamente con la rutina y no sabía
cómo despertar de su coma espiritual. Obviamente, él estaba lejos de sí mismo. Lejos
de percibir los mensajes, las voces. Lejos de empezar a considerar una vida más
espiritual y menos materialista. Y Pablo también estaba lejos de su casa,
esperando el colectivo en la garita 43 con el sol frío de Junio que, según él,
se alejaba de la Tierra
en invierno para dejar que el manto gris del clima se cuele en la atmósfera.
Aunque de verdad el sol sí se estaba alejando y la tarde avanzaba mientras que
el otro lado del cielo se cubría de naranja oscuro. Pablo amaba ver esas cosas,
amaba tomarse el café en el bar de la esquina viendo como las plantas de afuera
crecían a cada segundo. Pero no amaba la vida que tenía, ni su casa, ni a su
mujer. ¿Amaba la vida en si? Sí, si la amaba. ¿Pero por qué todas las tardes
sus cejas se fruncían como dos líneas en lápiz formando una V? ¿Por qué sus
labios, su nariz y todo el resto de su rostro se tensionaban cuando tenía que
esperar el maldito colectivo en la 43? El hecho de sólo pensar que tenía que
volver a su casa le hacía poner los músculos más duros. ¡Que insoportable era la
gente que deambulaba! Parecían moscas girando en torno a un pedazo de estiércol
humano. Porque Pablo estaba seguro de que el estiércol humano era el más
asqueroso del mundo y por lo tanto el más rico para las moscas podridas.
Un chico que no parecía tener más
que veinte años, vestido con una remera blanca con algo escrito que Pablo no
alcanzaba a ver, un par de jeans claros y unas zapatillas de lona, caminaba por
el borde de la vereda mirando a la gente muy detenidamente. Pablo observaba
como el chico caminaba lentamente haciendo jueguitos con los pies sobre el
cordón cuneta. Por momentos vio que el muchacho se reía, por momentos ponía la
cara más larga de tristeza que hubiese visto jamás, pero se mantenía cerca, yendo
y viniendo sobre los mismos tres metros justo enfrente de la garita. Hubo un
primer instante en el cual Pablo estuvo a punto de dejar salir una sonrisa y
que los músculos de su cara hicieran otro ejercicio más relajante que el de
aguantar el enojo, la desilusión y el desasosiego. Pero no fue así, desgraciadamente.
La sensación de gracia y ternura que nacieron naturalmente de su vientre se
transformaron en bronca y asquerosidad. Luego vinieron los pensamientos, esos
que acompañan sus tardes todos los días. Los pensamientos que le restaban ganas
de seguir en un mundo tan desequilibrado, tan desesperante, tan fuera de
control como él. El chico le pareció entonces un anarquista, un loco fuera de
sí, alguien que en una sociedad normal no tenía que estar, o debía estar
encerrado. Seguro era drogadicto o tenía tantos problemas que su mente no podía
funcionar como la de alguien normal. ¿Cómo iba a poder ese muchacho conseguir
un trabajo digno con el que pueda ganar lo suficiente para sustentar a su
familia? De repente Pablo sintió una fuerte puntada en su cabeza, el dolor
recorrió gran parte de su cerebro y lo obligó a cerrar los ojos e
inevitablemente tuvo que dejar de pensar. Llevó su mano al centro de su cabeza
y la apoyó un rato allí, pretendiendo arrancarse el dolor de un golpe. Luego
abrió los ojos y, para su sorpresa, el muchacho estaba sentado al lado de él en
la garita, viéndolo fijamente. Pablo se olvidó de todo lo que estaba pensando,
como si aquellos minutos gastados en esos pensamientos nunca hubieran existido.
¿Qué pensaba hacer ese muchacho? Le dio miedo al principio, tanta energía
entregada sin prejuicios al mundo lo apabullaba. Pablo se sentía a punto de
querer salir corriendo, estaba débil. Y como si su deseo naciera explotando
como una represa que por siglos acumulara agua y luego se desparramara por su
cuerpo como nieve derretida formando millones de arroyos, Pablo sintió ganas de
que lo abrazaran y quería llorar. Obviamente, él eso no se lo iba a permitir,
no así, no ahí.
Sin previo aviso y dando a entender
que le habían leído la mente, el chico abrazó a Pablo y luego lo besó en la
mejilla. ¡Que impresionante es el tiempo que puede llegar a ser tan extenso y
tan instantáneo! Al principio Pablo no se movió, no quería moverse. El beso del
chico lo reavivó y se repartió entibiando todo su cuerpo como chocolatada
caliente en una tarde de invierno. Esas ganas de correr por la calle y gritar
habían vuelto. La sensación de que estaba vivo ocupó todo su pecho en cuestión
de centésimas. Y así Pablo vivió. Pero cuando sus ojos se enfocaron en cuestión
de segundos sobre la gente que estaba alrededor de la garita, Pablo sufrió la
desconexión. Y su alma se volvió a guardar. ¿No era su tiempo acaso para
despertar? Por lo visto, no. Entonces se levantó bruscamente empujando al
muchacho contra el otro extremo de la garita, tan fuerte que el cuerpo delgado
de su prójimo golpeó huecamente contra los barrotes azules y negros. Un odio
nuevo nació en él, fresco como la energía que había sentido antes. Y cuando el
odio invadía el cuerpo de Pablo, él sabía que perdía el control. Era como una
droga que se apoderaba de su sangre y por ende de sus músculos. Y así le asestó
unos cuantos golpes al chico en su estómago, dejando que el odio saliera. ¿Pero
acaso era odio por lo que el chico había hecho? No, era odio a sí mismo, por no
haberse permitido dejar disfrutar de ese regalo divino, de ese amor sin
prejuicios, sin límites, puro, que le habían ofrecido sin nada a cambio, sólo
esperando la satisfacción desmedida y espiritual. Pablo pegó unos cuantos
gritos, maldijo unas cuantas veces al chico y se fue, aceleró el paso y lo dejó
ahí tirado, viendo como nadie de los que estaban alrededor se acercaba para
ayudarlo, mientras lo miraban trotar en dirección contraria a la llegada del
colectivo, alejándose, olvidándose, muriéndose otra vez.
III
Llegó tarde a su casa ya que había hecho el camino a
pié. Su mujer no estaba, eso lo reconfortó; no quería dar explicaciones. ¿Acaso
le pensaba contar que se sintió vivo de nuevo cuando un chico unos 10 años más
joven que él lo abrazó y lo besó? Cuando lo pensaba sonaba tan ridículo que
decidió olvidarlo, archivar el recuerdo en su memoria como una anécdota de
supermercado. Y haciendo eso, Pablo sentenció su karma para llevarlo a otra
vida, perdiendo la oportunidad de cerrarlo en esta, dejándose recibir amor.
Amor. Esa energía divina, incolora, inodora, indolora.
Sentado en el sillón, viendo las
noticias, se dio cuenta, se enteró. Y el control remoto cayó al piso. Su mano
se quedó insípida a su costado. El estómago parecía cerrarse al igual que su
garganta. Agujeros que no podían limpiarse de la tristeza, el dolor, la
desesperación. Vio la garita en la pantalla del televisor. El reportero hablaba
rápido, pero no necesitó escuchar nada. Una bolsa negra tapaba el cuerpo que
estaba ubicado en el lugar exacto donde Pablo lo había dejado cuando salió
corriendo. El chico estaba muerto, cuerpo sin vida, materia en su primer paso a
la descomposición. ¿Lo maté? Habían sido unas cuantas trompadas pero no lo
suficiente como para matarlo. No, él no había sido. Bajó el nivel de
subjetivismo y le dio lugar a la realidad objetiva y se puso a escuchar,
prestando atención a las palabras de la gente que hablaba a la cámara. Una
chica joven, con pelo lacio y desarreglado. Con los ojos hinchados y la cara deformada
por el llanto, la bronca, el dolor, la incertidumbre, Pablo la vio hermosa. Era
realmente linda. Se paró y subió el volumen. Las palabras de la chica escupían
ira y dolor en cada sonido que ella fusionaba para elegir lo que estaba
diciendo. “Juan no se merecía esto” decía. El título de la noticia lo explicó
todo. Joven asesinado en un intento de robo a mano armada. Pero después de
verlo, Pablo no sintió alivio. Y al fin una lágrima salió de su lagrimal,
haciendo que una cosquilla rara pero conocida subiera por la nariz hasta los
ojos. Y se largó a llorar. La chica en la tele habló con el reportero unas
cuantas cosas y luego la cámara se enfocó en el rostro del hombre que hablaba.
“La novia asegura que aunque la justicia no haga nada al respecto ella se queda
tranquila porque sabe que los asesinos van a pagar lo que han hecho. El chico,
Juan, de tan sólo 22 años de edad murió a causa del abuso que esta sociedad
está teniendo. ¿A dónde iremos a parar?” Y Pablo pensó, largo rato pensó. Ese
chico, Juan (ahora que decía su nombre parecía más cercano, un familiar, un
amigo, un hermano) le había dado al mundo, y a él, amor sin limitaciones. Pero
a pesar de la tristeza que le hacía escapar bocanadas de suspiros mientras
lloraba, Pablo extrañamente comprendía que la muerte de Juan no era un simple
hecho que solamente iba a quedar en la memoria de la pantalla de la televisión
y en los archivos del noticiero. Juan iba a vivir de ahora en adelante en él, y
Pablo iba a llevar su existencia hasta el último día de su vida en la Tierra. Su mente se despertó,
al fin, su alma estaba sana de nuevo. Apagó el televisor, agarró su saco las
llaves, cerró la puerta y salió decidido a tomar el colectivo, aquel que lo
llevaba a la garita 43 donde se encontraba la chica y que lo llevaría a un
nuevo comienzo en su vida, la vida que ahora, instantáneamente como puede ser
un pensamiento, había cobrado sentido. Las ganas de correr nunca más se irían.
Juan nunca más moriría. Y Pablo se uniría a él en uno. Juan y Pablo. Juan
Pablo.